OPINIÓN

Vargas Llosa, un referente ético

Josep Maria Aguiló | Sábado 31 de julio de 2021

El primer artículo leído en El País del que guardo un nítido recuerdo fue uno publicado por Mario Vargas Llosa a principios de los años ochenta, en el que criticaba que el escritor alemán Günter Grass no defendiera para los países de América Latina el mismo modelo de democracia que entonces era posible disfrutar ya en la mayor parte de países occidentales, incluida España, un modelo en el que el propio Grass creía.


La argumentación de Vargas Llosa en favor de la democracia en todas las naciones de Hispanoamérica, incluida por supuesto también Cuba, era impecable. Así, nuestro autor defendía que la separación de poderes y la celebración de elecciones libres se deberían defender siempre y en todo lugar, sin que jamás esté justificada ninguna excepción en ese sentido. Además, utilizaba el mismo tono respetuoso con el que ha tratado siempre a las personas que tenían o tienen un punto de vista político o literario diferente al suyo. En ese sentido, me recordaba a otra gran figura que desde mi adolescencia me marcaría siempre para bien, el filósofo José Ortega y Gasset.

En aquella época, mi situación económica era especialmente delicada, pero el impacto de ese artículo de Vargas Llosa fue tal para mí, que en aquel momento decidí que siempre que tuviera unas pocas pesetillas compraría El País o ABC, el otro gran periódico nacional que me gustaba especialmente, en ese caso concreto por su reconocido interés por la cultura y también por las 'terceras' del filósofo Julián Marías y de otros grandes escritores, incluido también el autor de «La ciudad y los perros».

Fue aquel excelente —y lejano ya— artículo de El País uno de esos textos que son capaces de crear fidelidad a un periódico, como así ocurrió en mi caso, así que cuando mi situación económica mejoró un poco unos años después, compraba siempre El País y ABC cada día, pues eran para mí como dos pequeñas grandes universidades a distancia.

Fue precisamente en ABC en donde recuerdo haber leído a mediados de los años noventa el texto íntegro del discurso de ingreso de Vargas Llosa en la Real Academia, en el que eligió como asunto central de su exposición la figura de Azorín, un escritor que también me fascina muy especialmente. Ese sentimiento último está en consonancia con mi innegable y continuada admiración hacia otros grandes autores de la Generación del 98, como Pío Baroja, Antonio Machado, Miguel de Unamuno o Ángel Ganivet.

De ese modo, a lo largo de casi cuatro décadas he seguido de forma ininterrumpida la trayectoria de Vargas Llosa como periodista, bien en sus artículos de opinión, bien en sus crónicas y reportajes. Y en todos sus trabajos periodísticos he encontrado siempre las mismas virtudes que ya me deslumbraron desde el primer momento que lo leí: su claridad expositiva, su elegancia, su talante liberal, su tono pausado al escribir, su manera de intentar persuadirnos, siempre con argumentos y nunca con descalificaciones, o su valentía ética y moral, que le hizo posicionarse en su momento claramente contra los regímenes de Augusto Pinochet, Fidel Castro, Alberto Fujimori o Hugo Chávez.

Todas esas virtudes se han mantenido intactas cuando el novelista hispano-peruano se ha pronunciado también en la prensa contra las injusticias sociales, los prejuicios de todo tipo o los nacionalismos excluyentes. Por esas y otras razones, al mirar ahora hacia atrás pienso en la inmensa suerte que tuve por haber encontrado en el inicio del camino de mi vida a un maestro de la literatura y del periodismo como Vargas Llosa, un maestro capaz de ayudarnos a pensar y, en cierta forma, de ayudarnos también a vivir.


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