Andan los jóvenes hojeando más que nunca el BOE, atentos a que les abran la puerta de toriles para salir en tromba a la plaza. Se les ha hecho especialmente largo este estado de alarma, con su toque de queda y sus condones caducados de tanto Tynder no consumado. De toda esa tropa lozana rebosante de energía y proyectos en pausa, el pelotón universitario está pendiente de las becas Erasmus del curso que viene, para que nos se cancelen y se facilite la movilidad entre países. Hay ganas de intercambio cultural, que es una excusa como otra cualquiera para la fiesta políglota.
La Unión Europea creó este programa en 1987. Solo tardó 65 años en ponerla en marcha después que Stefan Zweig lanzara la idea en una conferencia en la Accademia di Roma. Zweig también anticipó entonces la necesidad de crear un Tribunal de Justicia de ámbito europeo, que hoy tiene sede en Luxemburgo. Estas dotes visionarias no le permitieron en un primer momento adivinar el desastre que se cernía sobre Europa por el auge del fascismo -el de verdad- el comunismo y los nacionalismos identitarios. Una parte de aquel sentimiento de culpa como intelectual desembocó en su suicidio.
Aquel día en Roma Zweig propuso la “desintoxicación moral de Europa”. Las relaciones internacionales estaban alcanzando un nivel de crispación que recordaba demasiado al periodo previo a la Primera Guerra Mundial, y por ello el escritor vienés proponía centrar los esfuerzos en las nuevas generaciones. Y ahí jugaba un papel fundamental la educación. Lo que Zweig planteaba era cambiar el enfoque, dar menos peso a la historia política y militar de los diferentes países, y concentrarse en la historia de la cultura. Enseñar menos a los estudiantes la guerra y los conflictos, y explicar más los logros comunes en la moral, la ciencia y las artes. Porque “la historia de la cultura muestra lo que una nación debe a la otra, y enseña a los jóvenes a honrar el intelecto, no la violencia”.
Todavía no habíamos inventado el “discurso del odio”, que es la expresión cursi que empleamos hoy para referirnos a la violencia política, la de toda la vida, la que busca eliminar, o cuando menos someter, a las personas que no piensan como nosotros. En este punto Zweig pensaba que esa desintoxicación moral era una cura a largo plazo que debía comenzar a administrarse desde las aulas universitarias.
El personal está excitado tratando de adivinar cómo se va a ganar la vida Pablo Iglesias en un futuro inmediato. Ha dimitido de todos sus cargos un personaje que ha conseguido dejar el ambiente político en España con un insoportable olor a napalm. Iglesias ha sido nuestro teniente coronel Killroy, al que el olor de las bombas incendiarias le incitaban a surfear en mitad de los bombardeos. Durante su paso por la vida pública Iglesias ha cabalgado contradicciones en lugar de olas, hasta que un oso madrileño lo ha bajado a base de votos de su madroño particular.
Llevo días rezando para que Roures le ponga un programa de televisión a Iglesias, en prime time o en horario de madrugada, como el porno de los noventa. Tampoco me importaría que Iglesias se convirtiera en conferenciante millonario a lo Varufakis, o ejerciera de spin doctor en Venezuela, ese paraíso de las libertades. Otra posibilidad que apunto es que George Soros financie una nueva universidad para acoger en sus aulas a todos los revolucionarios de salón, antieuropeístas, teóricos del populismo de izquierdas, defensores de la Gran Rusia o lo que sea que quiera promover con su dinero el magnate americano de origen húngaro.
Todo me va bien, cualquier proyecto que ilusione a Iglesias y le permita mantener su costoso tren de vida. Todo, menos que vuelva a impartir clases en una universidad pública financiada con los impuestos de todos, los que le votaron, muy pocos, y los que no le votaron, la inmensa mayoría. Porque un tipo que ha llevado a su máxima difusión ese discurso del odio entre españoles, del resentimiento social, del agravio permanente y la venganza del adversario -interno y externo- no puede sembrar nada fértil para la convivencia entre los jóvenes de un país, que son los adultos del mañana.
Un profesor que ha tonteado con la violencia toda su vida, que la ha justificado en todos esos videos basura que circulan por la red, no puede impartir lecciones cobrando un sueldo público porque esta incapacitado para fomentar aquello que Zweig llamaba “el espíritu de las cosas en común”. Aunque deje sus cargos intoxicado por su propia bilis y lloriqueando al comprobar el sabor amargo de la medicina que él recetó a los demás.