OPINIÓN

Ojos que no ven...

Jaume Santacana | Miércoles 05 de mayo de 2021

...corazón que no siente”, reza el refranero español, tan sabio, él, siempre. El sentido de la frase popular se refiere, mismamente, al hecho de que las personas no sufren (o no sufren tanto) por aquello que no saben.

En el principio de los principios, la susodicha expresión se utilizaba en aquellas cuestiones en las que el amor se ausentaba de alguna de las dos personas amadas; sin permiso ninguno, claro está. Para muestra, un botón: “María se fue del país y su relación con Juan se ha apagado, porque “ojos que no ven...”.

Hoy en día, su significado ha sufrido un cambio y se ha generalizado a todo tipo de asuntos, desde materias políticas hasta otras de de índole profesional o sentimental. Otro botón: “El bosque nativo de la Amazonia se halla en peligro de extinción, pero los medios de comunicación y los políticos de turno no lo hacen extensivo al público ya que “ojos que no ven...”.

Debido a su uso popular, la frasecita de marras se ha convertido -como casi todo en lo universal- en materia de cachondeo, risotadas y alborozo frecuente. Así, el tercer y último botón: “Ojos que no ven, hostia en la frente”. Y así va el mundo.

La cosa viene al caso debido a un ligero incidente que quien suscribe ha padecido en las semanas precedentes, convirtiéndome, sin pena ni gloria, en protagonista de nada, lo cual -visto lo visto en la situación actual del planeta (véase, entre otras cosas, la campaña electoral madrileña)- no deja de tener su mérito.

Verán ustedes: un servidor ha conseguido, al fin y después de diversos intentos, ingresar en la Santa Orden de los 'Imbéciles Indiscutibles'. No se crean, no es moco de pavo; no todo el mundo puede vanagloriarse de tamaña hazaña. Hay, detrás de dicha consecución, millares de esfuerzos, sudores, lágrimas (esas dos últimas palabras van siempre contiguas: como 'caída' y 'fortuita', 'pertinaz' y 'sequía' o, rizando el rizo, 'bien' y 'entrada', útil para conceptos tales como 'bien entrada...la noche'); lágrimas, decíamos, gigantescos esfuerzos y, por descontado, una incalculable legión de horas dedicadas a ensayar. En definitiva, no es fácil ser imbécil ni mucho menos conseguir ingresar en la Orden citada ut supra diximus.

Al grano: introduje, en un descuido fatal, el índice de mi mano izquierda en la cavidad ocular también siniestra -y nunca mejor escrito- de mi bello, aunque ligeramente ajado, pocho y deslucido rostro. Total: me metí el dedo en el ojo. Ese hecho concreto hizo que obtuviera los votos finales necesarios para ser considerado un imbécil redomado, o séase, consumado.

A partir de mi hazaña, inicié un período de tiempo en el que tuve que prestar mi orificio a la investigación de un conglomerado de oftalmólogas y oftalmólogos (más de ellas que de ellos), que se dedicaron a intentar que mi córnea, dañada ella, se alineara con mi iris, cosa que, por lo que parece, no es tan fácil como parece. Lo que es la ciencia, ¿verdad?

El primer facultativo (varón, que por eso lo he acabado con una 'o', quede claro) que me atendió en urgencias era de origen venezolano y gastaba malas pulgas. Sostenía sobre su noble cabeza una alopecia de esas que no son nada consentidas por sus respectivos amos. De entrada, le solté un par de chascarrillos -ya que a mí, personalmente, el humor me puede y me sirve de alivio e íntima compasión ante el mal- y sus gélidos labios de cera me indicaron, a las claras, que no estaba el hombre por sandeces; ni una concesión. Me dedicó, gestualmente, un “¡A por él!" que me dejó tieso y pasmado.

En la segunda visita, también en la sección urgente, me trató una señorita cubana -muy expansiva y caribeña ella- que, en hablarle un servidor, de mi conocimiento de aquellas tierras lejanas, ya no consiguió frenar su emoción oriunda y, sin tapujos, me soltó una retahíla de recuerdos nostálgicos que frenó cuando le avisaron de la cola que se estaba formando en la sala de espera; todo muy exuberante.

Finalmente, me mandaron a la que sería, a partir de aquel momento, la doctora que me atendió en las diversas visitas que se sucedieron periódicamente para intentar curar mi desgracia y, así, devolverme una límpida visión en mi ojo perjudicado. La señora Pilar, mi nueva diosa de la oftalmología, fue un cielo de persona. Agradable en el trato, inteligente en la conversación, culta y correctamente informada de aquello que la rodeaba, fue mi auténtico refugio en mis momentos oscuros (sí, claro, oscuros) y logró mi curación a base de palabras y expresiones absorbentes, la aplicación de una técnica irreprochable y su demostración de que la humanidad es un complemento de la profesionalidad.

Un solo defecto a remarcar: no sabía llorar (ella, por supuesto, no yo). Me contó que se emocionaba a menudo pero que, nunca jamás, soltaba una triste -o alegre- lágrima; una lástima.

En fin, gracias a Pilar y a la Virgen del Amor Hermoso (de quien soy ferviente devoto) mi ojo vuelve a funcionar con una cierta corrección, cosa que me agradezco en todo mi ser.

¡Ay, Señor, la tan actual y tópica empatía!

Post scriptum: soy lego en la materia, pero déjenme opinar: la palabra 'empatía' debería, por estética pura, llevar una 'h' en su principio, aunque en la expresión griega de su procedencia no hubiera ningún síntoma de aspiración que así lo expresara. ¿O no queda mucho mejor 'hempatía'? Mola, ¿eh?

Ustedes perdonen...


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