Hay quien cree que cuando los sentimientos y las emociones sustituyen a los hechos, a la realidad más próxima en lo político, la democracia se resiente y, en consecuencia, si los políticos sólo se dedican a discutir y a tensar sus posiciones lo que se daña es la convivencia.
Personalmente, no me siento cercano a estas afirmaciones.
Precisamente, opino, que los sentimientos emocionales -incluso alcanzando el mundo de lo pasional- vienen de serie en la constitución humana, que no es una constitución escrita como la ahora tan discutida (y con razón) Constitución Española, sino que se basa en pura ciencia genética. ¿Cómo se puede pretender separar las emociones -que no son más que alteraciones del espíritu, para bien o para mal- de la práctica política cuando resulta que, sin cirugía, el alma humana trabaja, simultáneamente, con los dos elementos; al igual que las personas actúan entre los límites de lo que los catalanes denominan (con tan acierto) el seny y la rauxa, es decir, el sentido común y el arrebato.
La cosa (el problema) está en el hecho de que algunas personas de las que se dedican, profesionalmente, a la política en España -no todas, pero quizás en un 75%- no tienen claro, o no lo quieren tener, que han venido a este mundo para servir al ciudadano. En la Gran Bretaña, para poner un ejemplo del mundo anglosajón, todo aquel que ha sido elegido por el pueblo sabe que toda su dedicación es una acto de servicio, antes que priorizar la ostentación de poder sobre los demás.
La democracia es un espacio compartido donde caben opiniones diferentes y verdades intermedias. La política no debe ser nunca entendida en términos de “amigo”/”enemigo”, sino, en todo caso, de adversarios con los que confrontar ideas y pactar (ese es el verbo) resoluciones que beneficien, absolutamente, al llamado bien común, es decir, a la sociedad en su conjunto. La lucha bien entendida entre políticos debería ser puramente ideológica y no por la ejecución de consecuciones destinadas a mantener sus parcelas de poder.
Dicho esto -y retomando el tema de las emociones y la realidad- pienso que, en una sociedad estable y de buena fe, pueden perfectamente convivir los asuntos emocionales con la práctica que conforma la realidad de las cosas comunes, de aquello que marca el ritmo de la igualdad y el bienestar de todos los ciudadanos. Si la
gente sabe interaccionar sus sentimientos con el ejercicio de lo cotidiano, no veo yo por qué los políticos no pueden trabajar bajo el mismo prisma.
Aquí, el intríngulis de la cuestión estriba en el hecho, demostrado, de la existencia de una multitud de imbéciles que, sin demasiados filtros, se filtra, se infiltra, vamos, en los órganos de poder -de mando que no de servicio- que rige los avatares de la sociedad en general. El porcentaje de imbéciles escabullidos vuelve a reflejar aquel 75% ya descrito anteriormente. Esta gente, los “infiltrados” son los auténticos culpables, responsables, de destrozar la convivencia del pueblo en muchas de las situaciones que deberían ser respetadas por los mandamases del estado, o del ayuntamiento, o de todo órgano administrativo o institución que se precie.
Sería magnífico que nuestros representantes se dieran cuenta de que la política no es más que una simple herramienta de transformación, por lo cual, deberían escuchar más, dialogar más e insultarse menos.
Por ahora, mientras tanto, ver el desarrollo de cualquier sesión corporativa e institucional (ya sea el Congreso, el Senado, los ayuntamientos o aquello tan raro bautizado como Comunidades Autónomas) es de un penoso que tumba al más pintado.
En España siempre ha mandado el clásico “¡a por ellos!”. Desastre.