Las redes bullían ayer con el intolerable asalto al Capitolio de los Estados Unidos por parte de una masa de descerebrados, alentados por el presidente Donald Trump con mentiras e infundios acerca de la legitimidad y limpieza de la clara victoria electoral de Joe Biden. La condena virtual fue unánime. Entre nosotros, incluso los más acérrimos defensores del mandato de Trump y su supuesta bonanza económica, como poco callaban, para que no pareciera que respaldaban los desmanes y la violencia.
En Estados Unidos, muchos congresistas, senadores y altos cargos republicanos, hasta ahora mudos o cómplices de las habituales bravuconadas de Trump, condenaban sin paliativos la actuación del todavía presidente y le pedían que desistiera de su actitud netamente golpista.
Es una suerte para los demócratas del mundo que incluso en el entorno de aquellos que alguna vez fueron incondicionales de Trump, se hayan multiplicado los desmarques.
Mucho más cerca de nosotros, en Cataluña, no tuvimos esa fortuna. Las masas enfervorizadas por un President que, a la postre, dejó abandonados a sus partidarios, fueron alentadas a sublevarse no ya por un dirigente en singular, sino por la totalidad de los cargos públicos y políticos integrantes de las formaciones soberanistas, casi sin excepción. Nadie se salió del guión sedicioso -salvo, que yo recuerde, el conseller Santi Vila-, porque el fin justificaba los medios, aunque estos fueran netamente ilegales, ilegítimos y, por supuesto, inmorales, por cuanto el independentismo ni siquiera contó nunca -ni entonces, ni ahora- con el respaldo de una mínima mayoría de los votos de los catalanes, aunque sí la tuviera de escaños en el Parlament.
El gobierno de Sánchez, que se ha aprestado a condenar los hechos de Washington, juega y negocia mientras tanto con la idea de indultar a los sediciosos catalanes, es decir, de adoptar la decisión de beneficiar a los autores confesos de un gravísimo delito contra la seguridad del Estado que, además, proclaman su voluntad de repetirlo en cuanto tengan ocasión, y ello con el supuesto fin de ‘tender puentes y lazos’ con la sociedad catalana y contribuir a terminar con la enorme fractura social que causó el independentismo. Las declaraciones en este sentido de Ábalos o Calvo ya no sorprenden a nadie, porque estamos acostumbrados a que actúen de muñecos de guiñol de nuestro ventrílocuo presidente. Toma moreno.
Pero si en lugar de tratarse de un ministro socialista español, el indulto lo pidiera un dirigente republicano estadounidense para los energúmenos que anteayer asaltaron el Capitolio de Washington, toda la izquierda española lo acusaría sin fisuras de cómplice de los fascistas.
Al PSOE le escandaliza -como a mí y a cualquier demócrata- que Trump alentase un golpe de Estado desde el poder, pero le parece una cuestión menor que Puigdemont hiciera lo propio en Cataluña, y ya no digamos que su socio Iglesias llamase a la turba a rodear el Congreso de los Diputados cuando quien gobernaba era Mariano Rajoy. Para la izquierda española hay sediciones y sediciones. A las del bando contrario las denomina golpes de estado fascistas, y a las que protagonizan sus correligionarios, revoluciones, que suena más heroico y justifica cualesquiera crímenes.
En el fondo, la cuestión fundamental es que eso que ahora llamamos populismo, ya sea de derecha, de izquierda o nacionalista, está siempre demasiado cerca del fascismo -o del comunismo, que es su perfecto sinónimo-, de manera que basta que uno de sus exaltados líderes llame a sus indignados seguidores a que ejecuten una decisión ilegal y antidemocrática como para que, con total seguridad, surjan centenares o miles de sujetos dispuestos a pasar a la acción, convirtiendo el derecho a la libertad de expresión y a la protesta pacífica en asaltos con coacción y violencia en grado variable.
Por tanto, por más que quieran hacernos comulgar con esa idea, Trump no es el único problema, sino solo el síntoma más evidente y llamativo de que nuestra sociedad Occidental, hasta la fecha tan tibia con determinados populismos revestidos de supuesto progresismo, tiene que tomar medidas drásticas e inmediatas para ilegalizar aquellas formaciones y movimientos que, de una forma u otra, alienten la subversión contra las bases legales y constitucionales de nuestras democracias. Y da exactamente igual que el protagonista se llame Trump, Maduro, Puigdemont, Morales o Iglesias. Occidente venció al fascismo en los campos de batalla y derrotó social, económica y políticamente al comunismo en la pasada centuria. Los inicios de este siglo XXI parecen, en cambio, una vuelta a las andadas y a la doctrina Chamberlain. La tolerancia con estos movimientos de raíz totalitaria nos llevó al mayor conflicto bélico que ha conocido hasta ahora la humanidad. No podemos repetir nunca más ese error.