A pesar de las apariencias y de esas falsas colas del hambre que nos cuelan en los telediarios, va quedando claro que España es un país de millonarios. El Gobierno se ha percatado por fin del asunto y se ha puesto manos a la obra para acabar con semejante injusticia. Solo así se explica que las familias de más de dos millones de alumnos decidan rascarse el bolsillo y enviar a sus hijos a colegios concertados o privados. En este punto a la ministra de Educación no se la van a colar, por mucho que protesten todos esos ricachones disfrazados de clase medias que, al igual que ella, se resisten a enviar a sus vástagos a colegios públicos. Isabel Celaá vive en Neguri, la zona más pija del Gran Bilbao, y allí son capaces de distinguir a un millonetis camuflado a varias manzanas de distancia.
Podría acabar la columna rápido deslizándome por la pendiente de las ironías tontas, pero el asunto es serio porque supone traspasar desde el poder ejecutivo una línea roja, otra más, sin medir bien las consecuencias. Si no estuviese vigente un estado de alarma, en una semana Sánchez tendría en las calles de Madrid a centenares de miles de personas protestando contra una ley educativa aprobada por la mínima esta semana en el Congreso de los Diputados, por la vía rápida, sin diálogo con los interesados ni un debate argumentado. Y de algo estoy seguro: en esa manifa habría votantes del PSOE, o ex-votantes.
En mi opinión, el grave error de cálculo político consiste en presentar este ataque a la educación concertada como una cuestión de justicia social. Sánchez, espoleado por Iglesias, ha puesto a la ministra con el patrimonio más abultado de todo el gabinete a defender una ley que supone un giro radical al concepto de la educación como mecanismo igualador y proveedor de oportunidades. En la cuarta economía de la Unión Europea esta historia no va de ricos y pobres. Con la excusa de la educación, llevan al extremo un enfrentamiento entre izquierda y derecha que la clase media de un país desarrollado, esa que da y quita mayorías, no va a aceptar si ello acarrea limitar la libertad para elegir la educación que reciben sus hijos.
En España se desarrollaron los conciertos educativos en la década de los ochenta por el déficit de plazas en la educación pública, incapaz de atender toda la demanda. La cuestión es que, superada con los años esa limitación de plazas en los centros públicos, la demanda social de la educación concertada ha continuado creciendo. ¿Por qué será? Celaá ha decidido limitar esa demanda capando la oferta. En el fondo es lo mismo que ha hecho con el fracaso escolar: para mejorar de golpe las estadísticas ha eliminado la necesidad de aprobar. Tenemos suerte que esta señora no esté al frente del Ministerio de Justicia. Da miedo imaginar qué haría con el Código Penal para reducir el número de delitos.
Los argumentos más llamativos en favor de cargarse la educación concertada provienen de algunos de sus ex-alumnos. En esa crítica de la educación concertada identificándola con un “quiero y no puedo pagarme la privada” se atisba algo de trauma juvenil, como si no se hubieran superado las chanzas adolescentes por lucir en el patio unas Paredes en lugar de unas Nike. Suenan también como los inmigrantes recién llegados a nuestras costas, que desde los hoteles donde los hemos alojado exigen que se impida la llegada de más pateras. El último yo, y ni uno más.
Hay algo de resentimiento de clase contra eso que llaman pijos frustrados de la concertada, o por mejor decirlo, aspirantes a pijos con cargo a los presupuestos públicos. Debemos manejar con cuidado ese argumento económico, porque cada español, especialmente los pertenecientes a la clase media, podría presentar un amplio listado de servicios, infraestructuras, instituciones y chiringuitos varios que no emplea y por tanto negarse a sufragarlos con sus impuestos.
Y luego está la estupidez de pretender primar el laicismo eliminando las ayudas a un tipo de docencia. El sesenta por ciento de los centros concertados se inspira en un ideario católico. Pues bien, en un país en el que cada domingo va menos gente a misa resulta que la demanda de estos centros crece cada curso escolar. Hay que ser muy sectario, o miope perdido, para no ver que en España la educación religiosa se relaciona mayoritariamente por la familias con un proyecto educativo y una formación en valores, y no con un sesgo ideológico o unos mandatos bíblicos.
Diga lo que diga la progre de Neguri, poner trabas a la educación concertada no va a mejorar la educación pública. Y menos con una ley reaccionaria que consagra de iure la inmersión lingüística de facto en catalán que se viene produciendo desde hace años. En euskera van con algo más de tiento por la dificultad del idioma, pero es un hecho innegable que la imposibilidad de estudiar en la lengua materna, al menos en los primeros años de enseñanza, penaliza académicamente a los hijos de las clases menos pudientes. No deja de ser una curiosa coincidencia que las dos comunidades donde existe un porcentaje más alto de alumnos en centros concertados sean Cataluña y el País Vasco, por la demanda social de proyectos lingüísticos más equilibrados, como los que disfrutaron las afortunadas hijas de la ministra Celaá.