Está cayendo la tarde en Villa San Juan, la casa que hizo el abuelo, Ignacio ha hecho sonar el claxon ante la verja del jardín del ficus gigante: emerge Javier, uno de sus seis hermanos mayores, deja desplomar la cadena con su traqueteo oxidado, se abrazan, intercambian unas sonrisas: Bienvenido enano. Arrancamos el Opel de alquiler y por fin nos detenemos bajo las columnas, frente al mar. Pepa, rodeada de amigos, se ha levantado de una sobremesa repleta de restos, postres y tazas secas de café. Resplandece con su sombrero de paja y su pareo anudado al cuello: tiene mi edad, qué joven se le ve, qué acompañada, qué luminosa y feliz. Nos sonríe, me abraza. Baja un follón de niños, bicicletas y patines oliendo a colonia y ducha fresca. Son los hijos de los primos del tercero, ahora ellos son padres también. Pero ¿cuánto tiempo ha pasado? Erais niños la última vez que os besé.
Me acuerdo de mí la primera vez que llegué aquí; estaba enamorada, tenía unos 23 años y la playa de Torrenueva, este rincón escondido de la costa granadina, se convirtió en mi refugio y mi paz. Recuerdo sentada en el balcón del primero dejar pasar el tiempo sin más mirando amanecer hipnotizada por la quietud plomiza del mar surcado por corrientes oscuras. Recuerdo las arenas de gravilla frente al transparente mar, la conquista, con nuestra fila de sombrillas, de un efímero territorio familiar custodiado por la Tía Maria Luisa que siempre estaba mirando el mar. Me acuerdo emocionada de su sabia bienvenida como si yo fuese una más y cómo me contaba orgullosa los tiempos en que tenían el chambao familiar. Cuando por fin se levantaba la brisa salían todos navegar y más tarde, con el oleaje, recuerdo el heroico desembarco a tierra de los primos del segundo que habían salido a pescar. Nadadores y paseantes se arremolinaban a curiosear la exigua pesca matutina y los niños buscaban, a empujones, un hueco para ellos también estirar, todos a una, la barquita playa arriba para ponerla a secar. Recuerdo con miedo el desafío de los chavales a las temibles olas de Poniente que rugían asiendo sus cuerpos para que se los tragara el mar. Recuerdo los atardeceres de pipas y risas frente al rompeolas acariciados por un rizo de brisa de mar; los repeinados niños de los primos sentados en el poyete balanceando los pies emocionados por estar todavía, a las 11 de la noche, en la calle frente al bar. Recuerdo tumbarme sobre la arena cabeza con cabeza con mis amigos buscando alguna estrella fugaz. O aquella noche de agosto en la que Ignacio y yo bajamos del faro a la luz de la Luna, tan llena y brillante que el sendero se veía sin dificultad, negra la montaña que nos rodeaba y plateados el cielo y el mar.
Hoy, parece como si este Levante hubiese soplado 28 años sin piedad y ahora en Torrenueva hay “otros nosotros” pero todo sigue igual. Temo haber llegado a esa edad en la que la biografía de uno es ya irreversible. Cuánta vida ha pasado sin que me haya parado ni a pensar. Nos decían en el colegio que los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren, y yo me pregunto desesperada, ahora que ya me he reproducido, ¿Qué he de esperar? Si hubiese sabido que esto pasaba tan rápido ¿habría vivido de otra manera? ¿era así como iba a pasar? Me dijo una vez un hombre sabio “ Youth is wasted on the Young”: Se vive, se consume, se viaja la vida y luego ya es tarde para pensar. A lo mejor, ahora que soy consciente, estoy a tiempo de recuperar.
Salimos del coche y estiramos las piernas, apoyados en la cancela que da al mar. Nos embriaga un Levante de fresco aroma de arena, yodo y sal. Respiro, me regalo un instante, el tiempo parece detenerse bajo las columnas de Villa San Juan.
Este es mi último artículo antes de vacaciones. Os deseo mucho tino para emplear vuestro tiempo precioso que es lo único que no se puede recuperar. Carmen C