Josep Maria Aguiló | Sábado 25 de julio de 2020
Si nos preguntasen a cada uno de nosotros cuáles son nuestras películas favoritas o las que recordamos con mayor cariño, saldrían muy posiblemente títulos muy dispares, pero estoy casi seguro de que entre todos esos títulos aparecería siempre alguna película de Blake Edwards. Seguramente, sería así aun en el caso de que la persona interpelada no recordase en ese instante que fue este gran director norteamericano quien estuvo detrás de la cámara en filmes que hoy son admirados o reconocidos por miles de personas, como «Desayuno con diamantes», «Días de vino y rosas», «La pantera rosa», «El guateque» o «¿Víctor o Victoria?».
Para quienes tenemos ya una cierta edad, Edwards fue una de las presencias más constantes y más agradables de nuestro pequeño universo sentimental cinematográfico. Una de las principales razones de ese interés y de esa admiración por su filmografía era que casi todas las películas que rodó, sobre todo hasta principios de los años ochenta, tenían siempre magia, en el sentido de que poseían muchos momentos con la suficiente fuerza para quedarse ya para siempre guardados en la memoria de cada persona que hubiera tenido la suerte de poder contemplarlos.
Por ese motivo, aunque haga mucho tiempo que no hayamos podido volver a ver tal o cual película suya, nos resulta siempre muy fácil poder recordar las secuencias más melancólicas de «Desayuno con diamantes», o el progresivo desenfreno cómico de «El guateque», o la compleja historia de amor entre Jack Lemmon y Lee Remick en «Días de vino y rosas», o las continuas tribulaciones de Julie Andrews en «¿Víctor o Victoria?».
Otra circunstancia que podríamos también destacar del cine de Edwards es que la mayor parte de los protagonistas de sus películas de los años sesenta y setenta tenían, normalmente, un cierto halo de perdedores, ya fuera en sus comedias más sofisticadas o en las más surrealistas, en los melodramas que rodó con gran convicción o en los filmes policíacos que también hizo suyos. El principal rasgo que distinguía a esos perdedores, esencialmente románticos, era que sobrellevaban su azarosa condición con una curiosa y llamativa mezcla de elegancia, desamparo, ingenuidad e ilusión.
En la mayoría de sus filmes, Edwards contó con la colaboración musical del maestro Henry Mancini, autor de temas que ya para siempre formarán parte de la historia del cine y también de nuestras propias vidas, como «Moon river», «Days of wine and roses», «Nothing to lose» o «Crazy world», entre otras maravillosas composiciones. Con sus excelentes bandas sonoras, luminosas y melancólicas a un tiempo, Mancini supo reforzar la magia inherente a la mayor parte de la filmografía de Edwards, un director que merecería ser reivindicado siempre por todos los amantes del cine.
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