OPINIÓN

La gran farsa

Francisco Gilet | Miércoles 22 de julio de 2020

El 16 de julio de 1212, las tropas castellanas, aragonesas, navarras, leonesas, con presencia de representantes del reino de Portugal, se enfrentaron a un ejército numéricamente superior del califa almohade Muhamma an-Nasir, en la inmediaciones de la localidad jienense de santa Elena. La derrota almohade fue total, conquistando Navarra las cadenas que aparecen en su escudo. Estamos rememorando la batalla de las Navas de Tolosa, punto culminante de la Reconquista por las huestes cristianas e inicio de la decadencia del dominio musulmán de la península ibérica.

Ochocientos años más tarde, en la plaza de la Armería del Palacio Real, la bandera española, un “trapo” creado por Carlos III, ha presenciado, colocada sin distinción alguna con las de las diecisiete autonomías, un acto, supuestamente en honor de las victimas de la pandemia.

Unas victimas de las cuales se conoce perfectamente su nombre y su número, pero que permanecieron ocultas en un llamado funeral de Estado, que no fue sino una gran farsa para un nuevo encumbramiento del ego del presidente de la aspirada república monárquica. Esconder la bandera es ya un hecho cotidiano en el gobierno social comunista, como lo son los ataque frontales a todo cuanto pueda significar el reconocimiento de nuestra historia. En primer lugar, la cruz; en segundo lugar, la monarquía, y en tercera instancia, la fe, la fe en la nación como patria. El “Todo por la patria” va a desaparecer de los cuarteles como lo está haciendo del alma ciudadana.

En su lugar, la farsa de la plaza de la Armería es la representación simbólica de cuanto la mente del socialismo y del comunismo está pergeñando para nuestro futuro. De pronto, el español calla, se establece en el silencio, sin gesto alguno, para, sin pausa, arrancar en un aplauso destinado no se sabe bien si a las víctimas, ignotas para el gobierno, o a los sanitarios, abandonados a su suerte durante meses, o al propio gobierno y sus conmilitones empesebrados. Silencio y aplauso en derredor de un pebetero flameante que se asemejaba más al soldado desconocido que a la victima escondida. El círculo formado por todos los gerifaltes de gobiernos, administraciones, organismos e instituciones, incluido la iglesia católica, circundaba un cuadrado, con ese pebetero en medio, al más puro estilo masónico. La cuadratura del círculo en los mismos aledaños del palacio mandado construir por el odiado Felipe V, aunque ello no impidió que una enfermera separatista del ala de Torra fuese la encargada de dar lectura al texto en pro del mundo sanitario.

Todo políticamente correcto, todo bien predispuesto para que el triunfo de lo material sobre lo sobrenatural sea absoluto. Nada de rezos, nada de cruces, nada de símbolos religiosos, sean de la creencia que sean. Lo que debe imperar es la ofrenda floral alrededor del fuego que purifica. Es la nueva liturgia laica que viene a derribar a la cristiana, ante las mismas narices de su jerarquía silente y apocada. Estamos rodeados de neopaganismo y nadie se lamenta ni clama contra esa intrusión en nuestra más intima libertad. Y como remate de todo ello, Octavio Paz y sus versos. Hay que acudir a un escritor del masónico México para que nos ilustre sobre el silencio, obviando a los nombres de nuestro Siglo de Oro, o de la generación del 98, o, simplemente, a Lorca, tan amado por la progresía socialista y comunista y lgtbi+. Es el mundo al revés, según lo ha diseñado un ególatra que acude a reuniones de alto nivel con un simple móvil y su drive, y su Fouché de cabecera, compendio ambos del más alto nivel de ambición de poder.

Y entre tan variopinto pelaje, el Rey, que, con su familia, está contemplando cómo van a por él y su dinastía, empezando por el emérito padre. Con paso cansino aportó su granito a la gran farsa montada por el Fouché de la Moncloa para su jefe, aspirante a presidente de la República, dentro del escenario esotérico ensamblado de propósito. Hasta el ambicioso ególatra que se pasea por Europa reclamando dineros por su bella cara, osó colocarse al lado de la familia real para recibir parabienes o condolencias, no se sabe. Aunque tampoco fue algo anormal dado que la invitación al acto en la plaza de la Armería del Palacio Real, la hizo el propio Sánchez, como si estuviese en su casa y no el monarca presuntamente ocupante del real edificio.

La cuestión, en definitiva, está en saber si las víctimas, los sanitarios, los médicos, los policías, los guardia civiles, los ancianos, los internos de las residencias, los restantes españoles, nos merecíamos un acto tan tremendamente masónico, repleto de ese neopaganismo que siempre va implícito en todo totalitarismo, sea nacional socialista, sea comunista, sea progresista, sea chavista, o simplemente ateo. Quizás ya sea demasiado tarde para levantar la voz y clamar contra un gobierno que está dispuesto a vender su alma al fundador Hiram Abif con tal de mantenerse en el poder y acabar con la libertad de un pueblo que, parece, está olvidando de dónde proviene. De la cruz, de la pluma y de la espada.


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