Las últimas actuaciones del ministro del Interior no hacen honor a su nombre. De Grande, a Marlaska, a día de hoy, le queda poco más que el apellido. Poco resta de aquel juez valiente y comprometido que se enfrentaba al terror en el país vasco, desde la Audiencia Nacional.
El relevo de la cúpula de la Guardia Civil por razones políticas es una carga muy pesada para cualquiera. Mucho más, si cabe, para quien sufrió las continuas injerencias de un gobierno presidido por las mismas siglas a las que ahora representa, en su intento de acabar con la red de extorsión del terrorismo aberzale.
Caben muchas reflexiones al respecto. Me quedo con dos. La Guardia Civil es una institución centenaria muy bien valorada por los ciudadanos. Precisamente por su abnegada labor, por su cercanía, por su independencia y por su profesionalidad. Una institución que permite a los ciudadanos, a diferencia de su gobierno, parafraseando a su presidente y a diferencia de sus socios, dormir tranquilos. La sospecha generalizada que sus mandos caen por salvaguardar la legalidad no es, precisamente, tranquilizadora para el pueblo y resulta tremendamente injusta para los represaliados.
La segunda, viene dada por las nulas posibilidades que tiene un ministro de mantener su honor en el seno de un gobierno que ha dado sobradas muestras que su objetivo prioritario y único es el poder. La protección del grupo puede llevar a exigencias que superan con creces las posturas personales de dignidad. En este caso, opino que no le queda espacio para recuperar la credibilidad ni con la dimisión. La percepción de injerencia en los otros poderes del Estado no tiene fácil reparación pública. Y representa una tarea hercúlea el evitar ser arrastrado por la obediencia debida.
Otrora un excelente y gran Juez, al que el paso por una coalición de gobierno que ha mancomunado los radicalismos y se ha extralimitado en sus funciones le ha empequeñecido.
Buen finde.