Después de habernos aleccionado —y hasta convencido— de que llevar mascarilla por la calle no servía de nada y no te protegía del Covid-19 y solo se recomendaba a aquellos que tuvieran síntomas de la enfermedad, para no infectar a los que estuvieran a su alrededor, ahora resulta que sí, que protege. No solo eso, sino que ahora es obligatorio llevarlas en el transporte público y las reparte la Policía en las estaciones de bus y tren. Como aquel bulo que los expertos gubernamentales desmintieron, de que debíamos descalzarnos al llegar a casa porque podíamos llevar el coronavirus en la suela de los zapatos. Pues bien, ni dos semanas han tardado en aconsejar a los que salen a trabajar que al llegar a casa, dejen el calzado en la puerta y laven la ropa con agua caliente. ¿No es gracioso?
A veces tiene uno la sensación de que alguien en algún despacho se está descojonando de todos nosotros, utilizándonos de conejillos de indias. A mí lo de participar en un experimento sociológico sin saberlo no me hace ninguna gracia. Ahora que sabemos que las mascarillas son muy necesarias y más que lo van a ser, hasta el punto de que quien no la lleve no podrá poner un pie en la calle, hay que conseguirlas. Antes nos vimos desabastecidos de papel higiénico, más tarde de levadura y ahora de mascarillas.
Este sábado, Fernando Simón, el jefe de los expertos epidemiólogos que aseguró que en España no habría más que unos pocos casos de infectados, junto al astronauta ministro de Ciencia y Tecnología, Pedro Duque, nos han enseñado a ponernos las mascarillas correctamente, aunque ellos parecían saber tanto como cualquier espectador. Me he ido a la farmacia más cercana y me han dicho que, milagrosamente, alguna les quedaba. No de las quirúrgicas, sino de las más buenas, FFP1, que no sé lo que significa y prefiero no saberlo. Me han advertido de que habían subido de precio antes de ir a buscarla, imagino que a la caja fuerte del establecimiento, guardadas bajo siete llaves.
Solo me he llevado una. Me ha costado 5,95 euros. En teoría son de un solo uso, pero la farmacéutica me ha asegurado que todo el mundo las reutiliza. Me he quedado más tranquilo porque si cada vez que uno sale a la calle se tiene que gastar casi 6 pavos en una mascarilla, “fas es negoci de Madò Coloma, que lo que guanyava amb es cul ho fotia amb sa poma!”. Me ha hecho tanta ilusión hacerme con el preciado objeto, el icono que simboliza la libertad en tiempos de coronavirus, que me la he llevado puesta. Como cuando era niño y mi madre nos compraba zapatos nuevos.
Al poco de estar con ella puesta en el supermercado, no podía más de calor. He pensado inmediatamente en el personal sanitario que debe llevarla encima durante todo su turno, si no quiere cambiar de bando y engrosar la lista de caídos en el cumplimiento del deber. Y aún me siento más agradecido por su trabajo y su sacrificio. Yo me la he tenido que quitar antes de llegar a casa cargado con las bolsas de la compra. No podía más.
Pero como hay que hacer de la necesidad virtud y como no hay mal que por bien no venga, me ha venido a la cabeza la parte positiva de llevar mascarilla. Se pone uno unas gafas de sol y así no te conoce ni tu padre. Así te libras de saludar siempre que no te apetezca hacerlo. Así, se hará realidad el sueño de todo mallorquín que se precie. Algo bueno tenía que traernos esta maldita pandemia.