OPINIÓN

¡Idiotas y mediocres!

Miquel Pascual Aguiló | Viernes 28 de febrero de 2020

Idiota, del griego idiotés, en el contexto en el que comenzó a ser utilizada la palabra en la Grecia clásica, significaba aquel que se desentiende de los asuntos de la comunidad bien porque no participa de la política o bien porque, desinteresado, solo mira por sus propios intereses, por lo tanto, en principio, el idiota era simplemente aquel que se preocupaba solo de sí mismo, de sus intereses privados y particulares, es decir idiota era aquel que se centraba en sus circunstancias y pensaba que los asuntos de la comunidad no le afectaban. Un concepto, es interesante recordar, cuyo uso coincidió con el nacimiento de la democracia aunque bien sabemos que la democracia clásica poco tiene que ver con la nuestra.

Pronto esta palabra se convirtió en un insulto, ya que en la Antigüedad grecorromana la vida pública era de gran importancia para los hombres libres. Ser un idiota (como persona preocupada solo de lo suyo) se convirtió en ser un idiota con la acepción actual, ya que era considerado deshonroso no participar en la democracia.

Actualmente la presunción de que en democracia gobiernan habitualmente los mejores o los más ilustrados está completamente fuera de lugar. La escasez de verdaderos líderes y la abundancia de mediocres en las esferas del poder son los dos rasgos principales del poder mundial en este siglo XXI. Basta echar una mirada al comportamiento de muchos presidentes de países representativos de las más añejas democracias para darse cuenta. Lyndon B. Johnson enseñaba su pene en público para demostrar su poder; Richard Nixon era un canalla que grababa a escondidas las conversaciones con sus visitantes; Ronald Reagan a duras penas era capaz de leer informes de extensión superior a un folio; Bill Clinton estuvo a punto de ser expulsado de la presidencia después que una joven becaria le practicara una felación en el mismísimo despacho oval de la propia Casa Blanca; François Maurice Adrien Marie Mitterrand simuló su propio atentado para promover una imagen suya de heroísmo; Giulio Andreotti mantuvo oscuras y permanentes relaciones con la Mafia, y así hasta casi la saciedad.

Hoy en día, el fin único de tomar el poder y disfrutar de privilegios, ha conseguido que ya no sean los mejores, sino los peores los que gobiernen la Tierra. La inteligencia y la virtud han quedado desalojadas de los centros de poder político, donde ahora imperan la mediocridad, la vulgaridad, el egoísmo, la mentira y el odio. Desde que los mediocres nos dominan, los grandes hombres y mujeres no son admitidos en el poder porque su simple presencia ridiculizaría a las bandadas de mediocres e idiotas que nos gobiernan.

Entre las acepciones de idiota que registra el diccionario de la RAE recojo las de: Tonto o corto de entendimiento, engreído sin fundamento para ello y que carece de sentido o de motivo. Condiciones que actualmente no son nada difíciles de atribuir a personajes tan peculiares como Donald John Trump presidente de EE.UU, Alexander Boris de Pfeffel Johnson primer ministro de Inglaterra, Jair Messias Bolsonaro presidente de Brasil o en España a Quim Torra, a Isabel Díaz Ayuso o a José Luis Martínez-Almeida, por no alargar la lista.

Son los mandamases que anteponen su idiotez, su mediocridad y su pueril endiosamiento a la interpretación de los deseos de los votantes. En vez de aceptar y ejercer el mandato recibido, se apoderan de las voluntades ajenas a fin de interpretarlas en su exclusivo beneficio, confundiendo con descaro el interés general con sus particulares ambiciones.

Este es el principal motivo del desapego que siente el electorado hacia la clase política, motivo al que hay que sumar: su demostrada incapacidad de hacer autocrítica y sustituir a sus más que amortizados líderes tras un fracaso electoral, la general expulsión de los disidentes de los partidos, la tendencia al autoritarismo interno en todos y cada uno de ellos, los rencores ideológicos y personales, la búsqueda de la confrontación en vez del acuerdo, y la apropiación partidista y estúpida del significado de la democracia, cuyas reglas de juego exigen una interpretación común.

A todos estos motivos, en España se suma la gran cantidad de entidades públicas, una por cada 2.500 habitantes, una pléyade de 18.850 administraciones según los datos del inventario de la IGE de enero de 2016.

Todas ellas plagadas exponencialmente de los llamados altos cargos: asesores, directores generales, secretarios generales técnicos y demás nombres rimbombantes para cubrir la idiotez y la mediocridad, con el dinero de los contribuyentes, de los que los contratan, pero que en el fondo lo que hace es aumentar la nómina de idiotas y de mediocres para que no hagan sombra al contratante practicando un darwinismo selectivo que elimina o invita a marchar a los mejores, pues constituyen potenciales amenazas.