He aquí que, voy y recibo una sorpresa morrocotuda. Tantos años, lustros y décadas de vida terrenal para descubrir, finalmente, que tengo un conocido de nítida tendencia monárquica. Nunca lo hubiese dicho; ni tan siquiera lo hubiera sospechado; ni de lejos.
El hallazgo, la revelación me ha llegado así, como quien no quiere la cosa; como de sopetón; como de la noche a la mañana. Paseaba un servidor de ustedes por el Paseo de San Juan de Barcelona -una amplia y robusta avenida del centro de la ciudad (bulevar que queda rematado por un horrible arco de triunfo erigido cuando la Exposición Internacional del año 1888)- cuando, de repente, un individuo que venía por mi parte contraria me obstaculiza el paso, se me queda mirando y, con un gesto típico de alzar el mentón como quien inquiere una respuesta inmediata a una pregunta insinuada pero no formulada, fuerza mi detención involuntaria. Me mira fijamente al rostro y -ante mi posición atónita- me pregunta si no le conozco.
Yo -que a mi edad he olvidado en un baúl remoto de mi mente el concepto de vergüenza- le respondo, mondo y lirondo, que no, que no se de quien se trata, que no le recuerdo y que, si es tan amable, haga el favor de identificarse para poner fin a una situación que amenazaba en alcanzar un nivel de ridiculez un tanto excesiva. A partir de este momento, el individuo, sin pelos en la lengua ni rubor alguno, suelta una serie de gestos, gritos, muecas y aspavientos con el objetivo de que yo consiga recordar el motivo por el cual parece ser que nos deberíamos conocer. El circo no alcanza a remover mi memoria y, ante el estúpido desafío, le conmino a dejar de hacer el idiota y decirme, de una vez por todas, de qué carajo nos hemos codeado alguna vez, si es que lo hemos hecho. El fulano en cuestión, una vez ha descartado todos sus recursos para conmocionarme sin resultado positivo, lamenta mi triste falta de memoria.
A resulta ser que el zoquete en cuestión había cumplido el Servicio Militar (en aquel entonces, 1974, más que obligatorio; bajo amenaza de Consejo de Guerra, sí, así, con dos cojones -símbolo militar fundamental entre sus valores patrios) junto al menda en cuestión, o séase, un servidor. ¡De qué narices me había yo de acordar del tal prójimo, cuarenta y seis años más tarde?
Total: hice evidente que claro, que sí, que lo rememoraba perfectamente (¡mentira podrida!) para que me dejara en paz de una puta vez, cosa que, el muy gilipollas, creyó a pies juntillas. Le comenté que tenía prisa, que me urgían unas gestiones (todo más falso que un duro sevillano) y, antes de soltarme, me refirió toda clase de datos suyos personales, datos que a mi, lógico, me importaban un comino y medio. Aguanté como pude con gestos de despedirme raudo. Me retuvo.
Entre mil puestas al día de sus aficiones, creencias, anécdotas familiares y un largo etcétera, va y me suelta: “soy monárquico ¿sabes?. Mi estupefacción fue de libro. Le repregunté la afirmación por si yo lo había entendido mal o él quería decir otra cosa y se trabucó (por su manera de ser, ésto último habría podido ser sin más consecuencias...). “Sí, sí, Santacana: soy monárquico. Rotundo, él; sin fisuras ni cortapisas. Entonces fui yo quien quiso averiguar el motivo de tal creencia ideológica, curiosa para mis adentros. No supo contestar, el muy bribón. Me dijo que hace años, un buen día, decidió creer, a fe ciega, en la institución monárquica: que, como San Pablo, cayó del caballo de la ignorancia y, a través de una revelación, se decidió a militar en la monarquía (la española) y, a partir de aquel momento, sus creencias eran firmes y cada vez más idolatraba a “sus reyes”, a su familia y, sobre todo, a su dinastía, asumiendo todos sus principios de arriba a abajo.
La verdad: tuve un alegrón de mucho cuidado. Vibré de emoción y tuve que controlar unos delicados sollozos que pretendían asomar y verterse mejillas abajo, tal como la ley de la gravedad. Me sonrojé algo evitando, de este modo, mostrar mi verdadero rostro de sorpresa y transvase sensitivo.
En cuanto regresé a casa, me senté en el sofá y, con el teléfono móvil en la mano, algo nervioso, empecé a recorrer mi agenda de contactos -unos quinientos, por encima- para ver si encontraba alguna persona más que conllevara una pasión monárquica. Nada: el resultado fue nulo. Resulta que ninguno de mis conocidos (amigos incluidos) era o se declaraba monárquico. Ni uno.
Es decir que yo, hasta ahora mismo, he convivido sesenta y nueve años -que se dice pronto- sin haber “tocado” monarquía ni una sola vez. Jamás.
Me siento feliz por haber encontrado, finalmente, a un monárquico que no sea familiar de la realeza auténtica. Una vez, eso sí, fui presentado a los reyes don Juan Carlos de Borbón y Borbón y a su egregia esposa doña Sofía de Battenberg; pero fue instantaneo, circunstancial y protocolario. Ahora he conocido a un partidario suyo, que tiene su mérito.
Por motivos de originalidad, le estoy dando vueltas a mi cerebelo por si, en una de éstas, voy y me decido, y me hago monárquico.