Josep Maria Aguiló | Sábado 09 de noviembre de 2019
El modo en que decoramos —o no decoramos— los balcones de nuestras casas suele decir algo interesante o significativo de las personas que vivimos en un determinado edificio o en una barriada concreta, en especial hoy en día, pues en la mayor parte de fincas modernas el espacio destinado a los balcones o a las galerías suele ser relativamente pequeño.
Pese a esa mayoritaria falta de espacio actual, en algunos casos se consigue sacar un rendimiento realmente muy bueno de una diminuta terraza, con la colocación de una pequeña mesa y de dos o tres sillas para tomar el fresco o para cenar al aire libre, a la luz de una vela, cuando ha llegado ya por fin el buen tiempo o no ha llegado aún el malo. Puede haber, además, macetas y flores, o en ocasiones objetos muy curiosos o llamativos como campanillas de viento y molinillos, que a mí me gustan muy especialmente.
Años atrás, en algún balcón exterior de alguna casa del casco antiguo podía verse aún la ropa tendida —blanca, negra y de color—, reluciente y lustrosa. Ahora, en cambio, parece que somos algo más discretos que antes, al menos en ese punto, pues normalmente tendemos la ropa en algún espacio interior de nuestros respectivos pisos.
A veces, algunos balcones son utilizados hoy como una especie de almacén de trastos viejos, sobre todo desde que no los recoge Cort, mientras que en otros balcones no hay nunca absolutamente nada, si acaso unos pobres ácaros a la intemperie por el posible polvo acumulado durante lustros. Por lo demás, una antigua costumbre que en la actualidad se mantiene más o menos invariable es la de asomarse a la galería sólo para ver pasar a la gente por la calle o para contemplar algún posible suceso inesperado que tal vez haya podido llamar nuestra atención.
En ese sentido, a veces puede producirse, como sin querer, una cierta novedad, sobre todo si algunos vecinos deciden dirigir sus miradas directamente hacia donde podamos vivir nosotros, mientras estamos en el balcón quizás trabajando con nuestro ordenador o a lo mejor haciendo otras cosas algo más placenteras, como por ejemplo leyendo un libro.