Hay años que persisten en la memoria más que otros, y sin duda 1969 es uno de ellos. Aquel verano de hace ya cincuenta años coincidieron Woodstock y el Apollo XI, que tantas cosas cambiaron en nuestra concepción del mundo. En Palma se inauguraron dos templos de la modernidad bien distintos, la hoy desaparecida y mítica Barbarela y el Auditorium, surgido del genio emprendedor de los Ferragut. Aquel año, Karajan y Duke Ellington -¡guau!- nos situaban en la cosmópolis de la cultura, arrancándonos para siempre del cómodo y manejable provincianismo en el que vivíamos. Algunos sentimos nostalgia de aquella coqueta ciudad, desaparecida para siempre.
Para mí, 1969 fue también un año muy especial. Si los astronautas conseguían abrir el universo a toda la humanidad, Rosa Amengual hacía lo propio conmigo.
Rosa -la Srta. Rosita en los usos escolares de aquel entonces- fue la joven maestra que me enseñó a leer, y si hoy estoy delante del ordenador aporreando el teclado -mi mujer me riñe porque dice que lo voy a desmontar- es gracias a su talento educador. Recuerdo, tal que hubiera sucedido ayer, cómo ella deslizaba su lapicero por encima de mi cartilla Palau para que yo repitiera lo de pi-pa, ma-no o de-do. También nos proporcionó nuestro primer libro, El pájaro verde, que contaba las apasionantes aventuras de un loro en una familia de las de entonces y que devoramos en un tiempo récord. Sin darme cuenta, como si me hubieran arrancado un imaginario abrefácil craneal, mi mente infantil quedó preparada para poder navegar sin miedo alguno por lo desconocido, predispuesta a sumergirse en las de Cervantes, de Swift, de Villalonga, de Ortega, de Thomas Mann…
Me gano el pan hablando y escribiendo, así que comprenderán fácilmente por qué 1969 supuso ese gran salto, y la eterna deuda de gratitud que tendré siempre con Armstromg, Aldrin, Collins y Rosa Amengual.