OPINIÓN

¡Insulta, que algo queda!

Miquel Pascual Aguiló | Lunes 02 de septiembre de 2019

Frente a las críticas que estallaron por formar el Gobierno de la Comunidad de Madrid con 10 consejeros y 3 consejeras, lo que muchos vieron como una desigualdad, el vicepresidente Ignacio Aguado, de Ciudadanos, contraatacó afirmando en una entrevista para el ABC que “para poner “pajines” o “aídos” en un gobierno, prefiero no hacerlo”.

El filósofo alemán Schopenhauer en 1831 expuso treinta y siete estratagemas muy variadas para lograr tener siempre razón, justa o injustamente, en una discusión, cuando quien discute no combate en pro de la verdad, sino de su tesis, planteando una última estratagema, propia de gente vulgar, en estos términos:

“Cuando se advierte que el adversario es superior y que uno no conseguirá llevar razón, personalícese, séase ofensivo, grosero. El personalizar consiste en que uno se aparta del objeto de la discusión y ataca de algún modo al contendiente y a su persona…Esta regla goza de gran predicamento porque cualquiera es capaz de ejercerla…”.

¡Que visionario Schopenhauer que 188 años antes de que Ignacio Aguado hablase él ya lo definió: vulgar, grosero y basto!.

La utilización del insulto como recurso dialéctico desacredita al que lo utiliza, porque revela que está falto de razones, y carece de capacidad para desvelar las contradicciones del adversario. Aunque pueda ser útil ante los oyentes que están incondicionalmente del lado del que profiere los insultos, e incluso los jalea, ¡Insulta, que algo queda!. Ese tipo de debate grueso supone una falta de respeto y consideración a la Institución que se representa y a los ciudadanos representados.

Los tiempos han cambiado y la oratoria política también. En el año 44 a. C, Marco Tulio Cicerón dedicó discursos poco amigables a Marco Antonio que incluían desde “vergüenza humana” hasta “borracho disoluto”. Pero por lo menos se esforzaba en maquillar sus embestidas en una fina prosa: “Profanador de la honestidad y la virtud, campeón de todos los vicios, el más estúpido de los mortales, prostituto de moral corrompida”.

En la actualidad, la ofensa maquillada ha dejado paso al burdo insulto. Nadie se corta ni un pelo. Los descalificativos, sin maquillaje ni nada, han irrumpido en el marco político actual y ya nadie se extraña.

Sino recordemos que en diciembre del año 2015 el entonces propio presidente en funciones, Mariano Rajoy, llamó “ruiz (ruín), mezquino, deleznable y miserable” a Pedro Sánchez durante el debate previo a la cita electoral.

Y es que, la descalificación parece formar parte del ADN de la derecha española. Recordemos como el alcalde del PP de la localidad conquense de Villares del Saz, José Luis Valladolid, en el mes de julio del año 2015, llamó “puta barata podemita” a la portavoz del PSOE en Castilla-La Mancha, Cristina Maestre y "lamepollas" a los integrantes del PSOE.

Sin que la extrema izquierda se quede tampoco muy atrás, sino recordemos la frase del macho alfa de Podemos, que no ha dudado en mostrar su disconformidad con lo que dijo Aguado y que este 25 de agosto se permitía decir que “no todo debe valer en política. Aguado debería disculparse y entender que lo que ha dicho es grave”, quien en el año ;2014 cuando embistió contra Mariló Montero y dijo: “La azotaría hasta que sangrase”, demostró ser muy macho y muy feminista.

Nuestros representantes debieran renunciar a practicar el insulto.

Hay más que suficientes y graves problemas a resolver, que es para lo que les pagamos, como para perder el tiempo en trifulcas personales, que crispan las relaciones y dificultan los acuerdos.

El que sepa hacerlo, que exponga sus razones con toda la contundencia y crudeza de la que sea capaz, y sino que se calle, pero que deje de utilizar el basto, vulgar, grosero y degradante recurso del insulto personal.


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