Perder un hijo es tan contra naturam que no se ha inventado todavía un término en español (ignoro en otras lenguas) para definir ese estatus. Un huérfano es aquél que ha perdido un progenitor pero no existe el término a sensu contrario.
Un niño no debería perder un padre, así como tampoco un padre debería perder a un niño. Niños y progenitores deberían convivir juntos. La muerte debería llegar en el momento que toca. Entiéndanse los términos en masculino genérico, sin entrar en discusiones banales. Me estoy refiriendo a niño, niña, padre, madre o progenitor indistintamente. Cualquiera de las combinaciones es igual de cruel.
Mi caso se encuentra entre los primeros. Me quedé huérfano de padre con 15 años y, con gran vació interior y maldiciendo esos renglones torcidos de las reglas de la vida, siempre me pregunté cómo sería mi padre con el paso del tiempo y cómo habría reaccionado en cada una de las etapas importantes de mi vida: mi graduación, el nacimiento de mis hijas, la obtención del carnet de conducir, ver una serie con él o ir al campo de fútbol a ver a nuestro equipo favorito. Vamos, lo que hacían mis amigos todos estos años y yo miraba con añoranza y resignación.
Aunque es dura mi experiencia, creo que es más antinatural y cruel que un padre sobreviva a un hijo. Es ley de vida que los mayores abandonen este mundo antes que los más pequeños aunque muchas veces esa ley natural venga salpicada de injustas excepciones.
Hace dos días, en menos de cinco minutos de mi repaso nocturno de la prensa del día, me encontré con tres noticias seguidas de menores que han perdido la vida. La hija de Luis Enrique, Xana Martínez, un niño de once años que apareció ahorcado en su casa de Ibiza y el caso de Pau Martínez que, con 17 años, murió buceando cerca de Sa Coma. Me vinieron a la mente los niños de la planta de oncología de los hospitales a los que Sonrisa Médica alegra sus días, la pequeña que murió en La Salle por la ingesta de proteína de leche en un helado, la alumna de Madre Alberta, Paula, atropellada en La Rápita cuando caminaba de noche con sus amigos, el pequeño de Totalán, el pequeño Gabriel Cruz, el pescaíto, ... Son muchos los pequeños que se han ido sin merecerlo.
Me puse en el lugar de todos esos padres. Ver morir a un hijo al que has visto nacer parece ser el peor de los castigos. No se me ocurre algo peor. Solo quien lo experimenta conoce la profundidad del vacío que se siente. Los padres nunca volverán a ser los mismos. Y no pasará día en el que la tortura les vaya acompañando al preguntarse cómo hubiera sido su hijo con el paso del tiempo y cómo habrían sido los momentos importantes de la vida junto a ellos. Espero que haya ayuda para paliar tal castigo.
Esta columna no da para más. No hay palabras que cubran el desasosiego de los que quedan y ven marchar a un hijo. Desde aquí mi cálido abrazo a cada uno de esos padres.