OPINIÓN

¡Nada, que no hay manera, que no me sale!

Jaume Santacana | Miércoles 19 de junio de 2019

Llevo una ingente cantidad de horas dándole al seso con el sano objetivo de intentar encontrar un asunto, un argumento cualquiera, con el que brindarles a ustedes, amables y perspicaces lectores, un lapso de tiempo en el que puedan recrear, a su gusto, su tradicional holgazanería; para que se distraigan, vamos.

Sucede pocas veces, sí, pero acontece. Durante todo el transcurso de las citadas centenares horas dedicadas, íntegramente, a succionarme el jugo cerebélico para conseguir, finalmente, un tema (sobado, repetitivo, vulgar, abstracto, nada original, indecente... pero un tema, ¡carambas!) he llegado a la triste conclusión de que mi cerebro no da para más. No he obtenido ningún resultado positivo en mi extensa prospección infructuosa, por lo cual, les paso a contar cuatro chorradas y -después de tanto esfuerzo- me quedaré tan ancho. Y largo. Lo siento: es lo que hay, como dice, actualmente, toda o casi toda la juventud chunga y pizpireta.

Ayer me zampé un arroz con bogavante que hizo que un grupo de trompeteros de Jericó vinieron a saludarme y de paso me deleitaran con un par de rancheras de fabricación propia. Era tan extremadamente delicioso el arroz caldoso que proporcionó la bestia (de una frescura casi reciente) que Dios estuvo a punto de bajar un rato a saludarme y darme sus divinas felicitaciones; no vino porqué tenia otros compromisos que atender... o, al menos, así me lo dijo Rafael, el arcángel que ayer estaba de guardia.

Esta mañana me he comprado varias cosas. En cuanto mis ojos se han abierto a la vida nuevamente esta mañana, me ha salido como un sarpullido general que venía a ser como un toque de atención. Efectivamente: diez minutos después de la erupción epidérmica, se me ha aparecido San Jerónimo para inculcarme, en mi interior más profundo, el concepto de “comprón”. Todo ha sido muy rápido. De hecho no me ha dado ni tiempo de preguntarle si su nombre se escribía, inicialmente, con jota de jodido o con ge de gelipollas. Me ha instado a que dedicara mis primeras cuatro horas del día a comprar. “¿Qué?”, que yo le he inquirido. “No importa, ¡tu compra, imbécil!” Así que, con tamaña indefinición me he vestido y he salido a la calle a comprar como un poseso. Me he comprado elementos para decorar una terraza. Debo confesarles que no tengo terraza en mi casa pero mi deseo de tenerla ha hecho que me dedicara a imaginármela simplemente decorándola; es decir, no he esperado a tener terraza para tener todos los componentes que conseguirían que mi terraza fuera la más linda de la ciudad. Es así, lo juro. A lo tonto, a lo tonto, me he mercado una mesa de puta madre y sus seis sillas correspondientes. Al salir del establecimiento me he parado unos segundos y me he preguntado: “oye -que me he dicho- ¿y si cuando estoy sentado frente a mi mesa hay un sol que lo peta y me desluce la fiesta con su brillar rutilante?”. He vuelto a entrar en la tienda y me he comprado un parasol; un parasol que es la leche. Una delicia de parasol. Vamos, que ríanse ustedes de los parasoles que han visto hasta el momento. Es muy grande y mucho me temo que no me quepa en mi terraza que es tan pequeña que no cabe ni en sí misma.

Bueno, miren, vamos a dejarlo. Esta tarde tengo mucho trabajo acumulado (a lo largo de los últimos tres años) y seguramente no voy a aparecer en casa hasta mañana, día en que me harán entrega de mis compras. Por cierto, he conseguido que los mozos transportistas que vengan a traerme los muebles de “mi” terraza se lleven un puto toldo que me había comprado hace unos días y que maldita falta que me hacía porque resulta que no tengo terraza y encima tenía que hacer obras para instalarlo. Por cierto, instalarlo era un coñazo. Prueben ustedes de montar un toldo si no tienen terraza.

Madre del Amor Hermoso, ¡qué follón!


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