OPINIÓN

En manos de irresponsables

Marc González | Viernes 22 de febrero de 2019

La deposición como acusado ante el Tribunal Supremo del exconseller catalán de Empresa, Santi Vila, constituyó ayer un punto de inflexión con respecto a las de sus antecesores coimputados por la declaración unilateral de independencia, pero, sobre todo, levantó el velo que cubría el tránsito seguido por el nacionalismo catalán, desde el clásico soberanismo como permanente argumento de presión en su negociación con el Estado -estrategia en la que Jordi Pujol era un maestro-, al unilateralismo independentista como efecto inducido del lamentable nivel de sus actuales líderes. Vila confirmó que fue la noche del 25 al 26 de octubre de 2017 cuando todo se torció y se salió de madre. Esa noche, los consellers del Govern y los negociadores por cuenta del presidente Rajoy se fueron a la cama con un principio de acuerdo para la convocatoria de elecciones en Cataluña, como solución interina al conflicto, de manera que no se produjeran efectos irreversibles -la expresión utilizada fue la de “evitar el choque de trenes”- que condujeran al Gobierno a tener que actuar aplicando mecanismos sin precedentes, como por desgracia se vio obligado a hacer.

La clave, pues, estuvo, como en muchos otros ejemplos de la historia, en el escaso valor político de quien capitaneaba en ese momento la Generalitat. Carles Puigdemont entró en pánico al oir la palabra traidor de boca de los cachorros violentos de los sectores más radicales del soberanismo y, sobre todo, se desdijo cuando un personaje tan dañino, soez y oportunista como Gabriel Rufián escribió aquel infame tuit de las 155 monedas de plata, que corrió por la redes como la pólvora.

Otro líder hubiera antepuesto el interés y el bienestar de su pueblo por delante de la calificación que de él hicieran los sectores más ultras y descerebrados de su propia bancada. Pero Puigdemont soñaba con pasar a la historia como un héroe nacional, pues en el fondo él era también un hooligan dispuesto a todo. Así que, desdiciéndose de la palabra dada, anunció a la ciudadanía la buena nueva de la DUI, que es el origen último de su posterior huida a Flandes. Porque, además de débil y políticamente limitado, Puigdemont es también un cobarde, incapaz de asumir el alcance de sus propias decisiones, como demostró abandonando a aquellos que tuvieron la desgraciada idea de secundar su delirio, la mayor parte de los cuales purgan sus errores ante la Justicia mientras el de Amer se pasea por media Europa dando conferencias amparado por la extrema derecha flamenca.

Pero la irresponsabilidad no es patrimonio exclusivo del soberanismo catalán, sino que la padecemos también el resto de los españoles. Pedro Sánchez pretende estos días armar su campaña electoral utilizando para su exclusivo beneficio personal instrumentos legales pensados para situaciones muy concretas y excepcionales. El aún presidente está dispuesto a aprobar una batería de decretos-ley sobre cuestiones muy relevantes para la economía, los sectores productivos y hasta para la educación a sabiendas de que solo la Diputación permanente del Congreso de los Diputados -un órgano provisional de, en total, 65 diputados, incluyendo a los de la Mesa- podría en último término refrendárselos. Se trata, pues, de reducir la democracia representativa a una versión menguada y más manejable, hurtando, además, el derecho de participación de la ciudadanía en el proceso de elaboración de las normas a través del diálogo social. De manera que, para Sánchez, su expectativa electoral se convierte en un motivo de extraordinaria y urgente necesidad -requisito constitucional para dictar decretos-ley-, circunstancia abundada por el hecho de que ni siquiera existirá la oportunidad de debatir su ratificación en el pleno de la Cámara baja. El proceder irresponsable y egocentrista del líder del PSOE comienza a guardar llamativos paralelismos con el de personajes como Nicolás Maduro.

Así se escribe la historia.


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