Cuando el final de la Gran Guerra, Solzhenitsyn clamaba que Europa caminaba hacia su suicidio como civilización. Seguramente, el premio nobel, de vivir estos nuestros tiempos, ya habría certificado con sus palabras que ese suicidio ya se ha producido, merced al cáñamo de la multiculturalidad, el relativismo, las tasas de nacimientos por debajo de los niveles de reemplazo generacional, y, por encima de todo ello, seguramente, unas democracias como sistemas políticos absolutamente carentes de otro valor que no sea el tener, el bienestar. Las actuales corrientes políticas y sus dirigentes se han olvidado, por completo, de la necesidad de que, para que funcionen las instituciones hacen falta que estén impregnadas de virtudes, de valores. Y parece que, con el mantra de la división de poderes se ha conseguido el desiderátum del sistema democrático. Sin embargo, el panorama que, precisamente, en estos días se contempla es absolutamente diferente. Unos ofrecen gobiernos con magdalenas, otros insultan a sus contrincantes, otros hablan de moderación mientras son acusados de crispar, y los más presumen de ser impolutos, explicando con palabras lo que sus hechos desdicen.
Y entre tanto el político se prepara para lograr el triunfo, todos se olvidan de que es tras la poda que el fruto crece. Nada se poda, sino que se engrandece todo cuanto se haya podido hacer, sea lo que sea, con un espíritu de envanecimiento absoluto. Y así, mientras el socialista sigue presumiendo de un futuro apoyo de los comunistas, independentistas, proetarras, su rechazo es total para el resto de los ciudadanos no afines a sus propuestas. Rechazo que incluye hasta la descalificación personal con todos los adjetivos despectivos posibles. En el otro lado, la incertidumbre que se respira es llamativa. Unos anuncian medidas drásticas, otros dejan que se intuyan movimientos pendulares, y, finalmente, el tercero en discordia proclama que el mango de la sartén es suyo. O sea, el ciudadano, el elector vive en el trance de tener que elegir entre el bien y el mal menor.
Y mientras unos y otros discuten si galgos o podencos, a los mayores nos preocupa el futuro de nuestros hijos, y a los hijos, el de nuestros nietos. Hablar de valores en la actualidad es calificado de retrogrado, de carroza o de simplemente ultra. Y no nos estamos apercibiendo de que hemos caído en una ginecocracia en la cual el hombre hetero es solo estiércol para el huerto de los «otros». Hemos olvidado que nuestra civilización europea es un fruto surgido de Atenas, Roma y Jerusalén, olvido que nos conducirá al suicidio como civilización, de no retrotraernos a nuestras raíces. Pero, obviamente, ninguno de los hijos del marxismo, socialismo y comunismo, están por la labor de recuperar los valores que dieron fortaleza a Europa. La fortaleza europea ahora se llama Mogherini, como antes fue Bonino. Sin embargo, mientras la Europa de Bruselas consiente el ridículo parlamentario ante el dictador Maduro, Viktor Orbán, la «bestia negra» del «progrerato» europeo y primer ministro de Hungría no tiene problema alguno y anuncia un Plan de Acción de Protección de la Familia. Un plan que contempla iniciativas para incentivar los nacimientos, subvenciones a familias numerosas e incluso ayudas para la adquisición de vehículos con mayor capacidad familiar, sin dejar de lado que las madres de cuatro hijos, no tendrán obligación de efectuar declaración por el IRPF. O sea, que mientras la U.E. espera que sean los emigrantes de todas las razas y religiones, quienes vengan a pagar las pensiones ― con lo cual, podemos estar tranquilos ―, Hungría parece ser si está empeñada en gestionar una sociedad propia, con sus esencias y tradiciones, formas de vida, valores y virtudes. E indicios de éxito parece que se dan; entre 2010 y 2017, en número de abortos se redujo en más de un tercio ― de 40.449 a 28.500 ―, los divorcios han pasado en ese mismo periodo de 23.873 a 18.600 y los matrimonios han crecido un espectacular 42%.
En cambio, el progresista Sánchez, viaja, visita tumbas, cementerios y recuerda, con gran energía, el pasado. Un pasado que pretende que revivamos unos ciudadanos cuando realmente lo que nos preocupa no es el 36, sino el 2019 y siguientes. Sin embargo, el progresista está empeñado en demostrar que él y los suyos son los únicos merecedores de acceder a la historia del país. Lo lamentable es que, con ese andar, nos estamos quedando sin país.