OPINIÓN

Roma, siempre Roma

Jaume Santacana | Miércoles 20 de febrero de 2019

La capital de la Italia reunificada es mucho más que una simple ciudad; es un mundo. La urbe adjetivada -de manera algo cursi- como de eterna, siempre ha sido, y sigue siendo, el cruce de civilizaciones cuyo simple roce ha producido el máximo nivel de sensibilidad posible en la encrucijada de la Historia.

Roma -que superficialmente es enorme- contiene una cantidad colosal (y nunca mejor colocado el calificativo) de ruinas, una inmensidad. En este sentido, siempre he creído que pasear por sus calles adoquinadas, en un estado de conservación horripilante, es la pura oposición a darse una vuelta por cualquier ciudad americana, donde lo más antiguo que se puede apreciar es relativo a una cantidad de años absolutamente ridícula. A los americanos, sobre todo a los yanquis, visitar Roma les produce una doble sensación: por un lado sienten una especie de fascinación que se puede considerar como un respeto desmesurado hacia todo aquello en estado ruinoso que aparece a su paso; por el otro lado, les invade un agobiante sentimiento de rabia al ser conscientes de que ellos carecen, prácticamente, de Historia y -si no es comprándola- saben que nunca les va a pertenecer. Simplemente, no alcanzan a disfrutar de todo aquello que representa una cantidad enorme de siglos de arte, experiencia y cultura, mucha cultura. En otro orden de cosas, siempre he podido constatar que a los italianos en general y más propiamente a los romanos de origen o de adopción, las ruinas que invaden la ciudad les importan un pepino. Es decir, como suele pasar a menudo, cuánto más cerca se tiene algo concreto menos se tiende a disfrutarlo; ¿quizás por rutina habitual y con una periodicidad escandalosa?

He tenido la magnífica ocasión, estos días pasados, de poder deambular por las calles y plazas de la que fue -durante un espacio de tiempo impresionante- la capital del mayor imperio del mundo en aquellos siglos previos y posteriores al nacimiento de Jesucristo, fecha en la que, normalmente, se fija un antes y un después de la historia de Occidente. La meteorología ha jugado a mi favor y me ha proporcionado un aspecto impecable en lo referido a la luz, los matices, los contrastes y la magnificencia espectacular de muchos de sus imponentes edificios. A través de un sol de indudable calidad invernal -calidez y temperatura de color- he podido gozar de una luminosidad y una viveza de coloraciones y pigmentos que me han transportado, de manera harto específica, a un mundo de una profundidad inescrutable, un universo de hipersensibilidad en el que las emociones más íntimas afloran de la zona subcutánea y aparecen en forma de alteración, de desasosiego y de enternecimiento general; a ratos, con una ligera acumulación de humedades lacrimales frenadas o, quien sabe, desenfrenadas en su inútil contención.

Situarse en la Piazza Navona y dedicarse a la más virtuosa contemplación es entrar en una catarsis personal de un fondo inescrutable. Es tal la belleza acumulada en esta indefinible plaza que impide desviar la atención del cerebro en cualquier otro pensamiento o atención; siempre más superfluo e innecesario, por supuesto. La explosiva estética que se desprende de tan magna observación colapsa los sentidos, acuchilla las nimiedades de la vida y corta de raíz todo aquello que de sobrante tiene el ser humano.

Espacios de una proporcionalidad impecable (como los alrededores del Panteón o la plaza de España) alternan con las angostas callejuelas milenarias rodeadas de inmuebles pintados con unos colores mezclados, sin duda, por la mano de Dios o bien con los palacios construidos en lo siglos XVI y XVII con bloques ciclopeos de piedras y mármoles de dimensiones monumentales. Y, en medio de toda esta maravilla visual, casi siempre surge un elemento vertical que rompe el rasgado habitual del ojo humano: las columnas y obeliscos -romanos y egipcios- que culminan el sentido de la rigidez y el empinamiento dirigidos al poderoso y fascinante cielo (o Cielo, si gustan).

Me gustaría mucho no terminar jamás este articulo; me encantaría seguir escribiendo sobre Roma el resto de mi vida, sin pausas, manteniendo la concentración mental que me permite recordar aromas, visiones, sensualidades auditivas y -¡por favor!- gustativas (la tripa a la romana desvanece la ancestral creencia sobre la existencia del infierno; que no, que no existe, que solo cabe imaginar el Cielo).

Roma es vida. Es amor. Es placer y pasión...

Un último comentario: si a todas los prodigios que he intentado glosar en este papel se le añade la inmensa satisfacción de contar con una compañía de viaje que interprete, a la perfección, las mismas emociones que uno siente y que comparta y complemente las turbaciones provocadas por el exceso y superabundancia de belleza, entonces, en este caso, la cosa ya es la “hostia” (y pido disculpas al Vaticano por tamaña transgresión literaria-religiosa).

Si ya -sacando el Cristo Mayor (y aprovechando la confesión del Estado Pontificio)- la compañía es objeto de un amor asombroso, portentoso, tierno y real... entonces ya ¡ni les digo!

Gracias a una de las mejore organizaciones del mundo civilizado, el SPQR, Senatus Populus Que Romanus.

Santacana dixit.


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