OPINIÓN

Cómicos

Jaume Santacana | Miércoles 28 de noviembre de 2018

Hace años, muchos -quizás demasiados para mi gusto- cuando el que subscribe empezaba a lidiar con las tareas propias de profesiones bohemias tales como el cine y la televisión, a los actores y actrices, en general, se les denominaba (y no especialmente de modo peyorativo) cómicos. En el momento en que los técnicos de un equipo de rodaje declaraban que la escena estaba lista para ser grabada, el director reclamaba a su primer ayudante que avisara a los “cómicos” para poder ensayar o, directamente, registrar la secuencia en cuestión. A ningún miembro del equipo le parecía nada extraño que a los actuantes se les denominara de esa guisa.

Durante el transcurso de mi ya larga, larguísima -quizás demasiado para mi gusto- vida profesional en el llamado “séptimo arte” y en el de la “caja tonta”, he tenido la ocasión de trabajar y colaborar con una cantidad ingente de actores, básicamente españoles, aunque también de otros procedentes de países menos bárbaros. A lo largo de tantos lustros conviviendo con esta clase de humanos, con esta fauna de especímenes humanos, todavía se me presentan dudas sobre los motivos que les inducen a ejercer el citado oficio.

Por un lado, cabe destacar las ansias naturales de ambición de aquellos que pretenden desempeñar las funciones de interpretación. En realidad, no suele darse el caso de personas que intenten conseguir prebendas pecuniarias con este trabajo. Puede que existan, eso sí, indicios de conseguir una u otra forma de triunfar ante la sociedad, de realizarse a través de lograr un reconocimiento y una forma de admiración frente a un público lo más mayoritario posible; buscan la fama, la popularidad, el famoseo puro y duro.

Por otro lado, siempre me he preguntado por los otros acicates que resultan de tal ocupación. La práctica real de dicha actividad me sugiere que se trata de personas que tratan de ocultar su propia debilidad humana a partir de una especie de camuflaje de su personalidad quizás no excesivamente marcada como para ir por el mundo con la tranquilidad de un valiente. Algo de cobardía o timidez extrema debe de haber. Lo presiento.

El actor o la actriz viven, directamente, de la mentira; así de llano. No es menos cierto que a una importante masa de la población universal le pirra mentir. La falacia es un potente reconstituyente contra el aburrimiento y actúa, además, como medicina que permite desviar el curso de los acontecimientos a gusto del consumidor. Si el embuste cotidiano cuela, el protagonista consigue sus propósitos mientras que la víctima, al no enterarse (o al darse por no enterado; eso depende de los beneficios posteriores) sigue tranquilamente con su rutina vital. Si, por el contrario, la patraña no encesta correctamente, el pollo está servido.

Resumiendo: los actores hacen de la falsedad su modus vivendi. Su obligación es meterse de lleno en un cuento -lo que ahora se llama ficción- y desarrollar todas la posibilidades possibles (excusas por la redundancia) que les brinda el personaje que deben interpretar. Son gente, pues, que tienen que aprenderse una cantidad ingente de textos amañados para soltarlos en ambientes fantasiosos e igualmente adulterados Y ese ejercicio vital los hace extraños, huraños, egocéntricos y excéntricos a la vez, extravagantes y caprichosos, maniáticos, lunáticos. ¡Gente rara, vamos!

Para tratar con faranduleros hay que tener una sensibilidad especial y, sobre todo, una paciencia ilimitada, infinita.

Pueden llegar a ser excelsos en su tan antiguo oficio pero, evidentemente, hay que darles de comer aparte.

¡Dios nos salve de un mundo en el que los actores y actrices fueran mayoría! ¡El “acabóse”, como dicen los porteños.