OPINIÓN

Otoño: un intermedio

Jaume Santacana | Miércoles 31 de octubre de 2018

Desde mi particular visión de las cosas, siempre he sido mucho más partidario de los equinoccios que de los solsticios, a pesar de que, actualmente, con la historia, real, del trágico calentamiento global, la meteorología se está inclinando -cada vez más- por la supresión de los equinoccios en favor de la radicalidad de los solsticios; o dicho de otro modo, se está estableciendo una nueva realidad que consiste en eliminar los intermedios, los entretiempos, la primavera y el otoño (estaciones tradicionalmente suaves), para tensionar y aumentar la contundencia del invierno y el verano (históricamente rotundos y categóricos, meteorologicamente hablando).

¿Qué sucede? Pues es muy sencillo: la tendencia actual es la de borrar dos de las estaciones “flojas” y dejar el panorama en las dos “duras”, llegándose a crear una situación de biestacionalismo que, resumido, equivale a partir por la mitad un año, ensañándose sin pudor el frío y el calor; mucho más frío y mucho más calor.

La desaparición de los matices del clima, deviene un desastre. La supresión de las estaciones “tranquilas” favorece más muertos en el planeta, ya sea por el calor como por el frío, ambos excesivos en la nueva tesitura climatológica.

Escribo este papel (o lo que sea, electrónico o virtual) en pleno otoño, justo en el punto en el que se unen los meses de octubre y noviembre, en plena festividad de Todos los Santos, ya muy diluida por el americano Haloween de las narices. Mientras redacto este articulito de marras, llueve con una suavidad civilizada, culta, sabia, nada extremada. Es una lluvia sensata, provechosa y beneficiosa para todos los ciudadanos, sean “urbanitas” o “ruralitas”. Las ciudades y los pueblos brillan en un ambiente nítido y transparente, mientras que los campos y las montañas lucen sus mejores galas: una auténtica maravilla repleta de una gama enorme de tonalidades, de gradaciones cromáticas dignas de las mejores pinturas de la humanidad.

Al día siguiente:

Ayer dejé mi escrito en el párrafo anterior. Pues bien, ya estamos otra vez. Durante esta noche anterior, la climatología ha vuelto a sus andadas: la temperatura ha bajado doce grados así, de golpe, como quien no quiere la cosa, a lo bestia, y las lluvias prudenciales y sanas han dejado paso a fuertes tormentas, a lo loco, con graves inundaciones en muchas de las localizaciones geográficas del país y nieve a mansalva; como si estuviéramos ya en un invierno que no nos merecemos. Hemos vuelto a pasar de lo civilizado a lo bárbaro. ¡Qué poco ha durado el otoño! Ha sido un suspiro, un quiero y no puedo, una vaga sensación de frustración, una puta desolación.

Pienso, amargamente, que con toda esta brusquedad climatológica absurdamente innecesaria, peligran -penden de un hilo- algunos de los sensacionales frutos de esta época dorada: las sabrosas y bermejas granadas; las prehistóricas castañas; las mejores manzanas del año; las nueces duras de pelar como las ideologías radicales; las moras silvestres y agrestes; los higos (¡ay, los higos!) tan tiernos y sensuales ellos; el curioso y original membrillo; y finalmente (saltándome un largo etcétera) los orientales y jugosos caquis o palos santos.

Cierto es que todo tiene tendencia a ir a peor, pero si no se lucha contra esta mierda del calentamiento global, el globo se va a ir a tomar por el saco en un tiempo menor del previsto.

Dios Padre nos está abandonando. Si esto sigue así voy a tener que militar en alguna otra religión para ver si tenemos más dicha. Voy a escoger entre los “Adoradores de Brahatmanariyú”, la “Iglesia Raeliana” o la “Lacrimológica”.

O me alío con Satanás; tampoco creo que sea tan pérfido, por dios.


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