OPINIÓN

Brasil como paradigma

Emilio Arteaga | Martes 08 de mayo de 2018

La situación de Brasil continúa evolucionando en una espiral de violencia, corrupción política, pérdida de control efectivo del estado en amplias zonas del país, especialmente en Río de Janeiro, a manos de bandas paramilitares y cárteles de narcotráfico e influencia, o interferencia, de la judicatura en la política del país.

El presidente Temer ha decidido desplegar, de nuevo, el ejército en las favelas de Río, lo que ya se hizo con ocasión del mundial de fútbol y las olimpiadas, y resultó un notorio fracaso. Tan pronto como acabaron los juegos olímpicos y se retiraron los soldados, la situación no tardó ni dos semanas en volver a la previa a la intervención militar y desde entonces ha empeorado. Las bandas de narcos y las de paramilitares, muchos de ellos expolicías y exbomberos al servicio de poderosos intereses económicos y políticos, campan por sus respetos y controlan amplias zonas de Río, donde aplican su ley al margen y por encima del estado.

El asesinato en marzo pasado de Marielle Franco, una activista social procedente de la favela de Maré, concejal del ayuntamiento y una de las voces más críticas en la denuncia de la violencia y la corrupción policial y política en las favelas y los desmanes de las milicias paramilitares, muchas formadas por expolicías y asociadas a políticos y partidos de la derecha y la ultraderecha.

La agresividad de muchos políticos de derecha y extrema derecha y de una parte del ejército se está incrementando de un modo alarmante. El ruido de sables empieza a ser demasiado audible. Jair Bolsonaro, exmilitar y candidato a la presidencia en las próximas elecciones por un partido de extrema derecha, es partidario de sacar a los militares a la calles e, incluso, de un golpe de estado militar. Por desgracia, es un mensaje que está siendo comprado por un porcentaje no despreciable de ciudadanos.

Y a la corrupción e ineptitud de los políticos, la violencia de los paramilitares y las amenazas de los militares se une la colaboración de las altas instancias de la judicatura. El presidente Temer, de cuya corrupción hay pruebas documentales, alcanzó la presidencia tras un traición a la presidenta Rouseff, con la que tenía un acuerdo parlamentario, en un vergonzoso proceso de “impeachment” parlamentario, aliándose con la extrema derecha, gracias a la excusa que le proporcionaron los tribunales, de un error en las cuentas del estado. Así que él, corrupto reconocido, destituyó a la presidenta, a la que no se acusado de corrupción, sino de errores contables, gracias a la complicidad y connivencia de tribunales y otros parlamentarios corruptos.

Cuando se expusieron pruebas documentales de su corrupción, la comisión parlamentaria ocupada del caso, con mayoría de sus partidarios, cerró el caso con rapidez y tampoco los tribunales lo admitieron. Al expresidente Lula da Silva, en cambio, lo han condenado y encarcelado por un asunto de posible corrupción no completamente demostrado y con el tribunal supremo bajo presiones de los militares. Los jueces, especialmente la alta magistratura, han actuado de modo decisivo en Brasil, modificando significativamente el mandato popular expresado en las urnas e influyendo en las próximas elecciones, al impedir que pueda presentarse el gran favorito, el propio Lula da Silva.

Los jueces no son elegidos por el voto de los ciudadanos, salvo en algún país, pocos, pero incluso en esos países son elegidos para hacer de jueces, no de parlamentarios ni de gobernantes. Por tanto, carecen de legitimidad, en tanto que jueces, para intervenir activamente en política. Su papel es aplicar las leyes, pero también velar por su correcta aplicación y por la defensa de los derechos de los ciudadanos, en ningún caso tienen derecho a modificar la voluntad democráticamente expresada por los votantes con procesos y sentencias que fuerzan y deforman el sentido de las leyes hasta conseguir un efecto que conculque las mayorías políticas surgidas del voto popular.

En Brasil se está sustituyendo un sistema democrático, imperfecto pero democrático, por una alianza de cleptocracia y critarquía.


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