Leo con satisfacción que un árbitro reúne a los jugadores de un equipo de fútbol infantil antes de empezar su partido y les imparte una charla sobre buen comportamiento. También, que un futbolista del Llosetense recrimina desde el terreno de juego a unos mozalbetes que estaban increpando, por decirlo finamente, al colegiado de un encuentro de tercera división. Ese es sin duda el camino, aunque los destinatarios no son quienes deben ser educados, sino sus padres. Si. El problema no radica en los niños, sino en la mala formación, incultura, ambición y falta de valores de unos papás y mamás que, entre otras cosas, creen que sus obligaciones terminan donde empiezan las del colegio. Craso error.
Hace años estaba transmitiendo un partido del Mallorca en Extremadura, concretamente en el campo del Diter Zafra. Era en el mes de septiembre, hacía muchísimo calor y a medida que pasaba el tiempo, los contendientes suplían su cansancio y falta de recursos con excesiva contundencia. En una de esas, el colegiado señaló una falta a favor de los visitantes y amonestó a un zaguero local, lo que provocó la reacción de un airado espectador que, paraguas en mano –lo portaba para protegerse del sol- la emprendió grada abajo con la intención de saltar al campo inspirado por aviesas intenciones. Alertado por su asistente, el director de la contienda se encaró al furioso, que ya estaba a punto de alcanzar su objetivo, espetándole: “usted se calla que no tiene ni idea del reglamento”. El hombre se quedó paralizado y aquello acabó en paz y sin el menor problema.
Esta es la otra parte del asunto. Si no faltan entrenadores de base que en lugar de enseñar a jugar y comportarse, inculcan una competitividad extrema en aras de un resultado, emulando a un “mourinho” de tres al cuarto; a la falta de urbanidad de los progenitores hay que añadir su, generalmente profunda, ignorancia de las reglas. Las de dentro y, evidentemente, también las de fuera.