OPINIÓN

La familia real y sus habas cocidas

Marc González | Viernes 06 de abril de 2018

Pedro Sánchez, entrevistado en una emisora de radio, aludió al viejo refrán español que reza aquello de que “en todas partes (casas) cuecen habas” (“y en la mía a calderadas”, que añadía Cervantes en su inmortal Quijote), para referirse al ya manido incidente entre las reinas de España el día de Pascua.

No hay duda de ello, e incluso podemos decir que los miembros de la dinastía de los Borbones –como ocurre con los Windsor- no se han distinguido precisamente por tener una vida privada anónima al uso del común de los mortales, sino que a menudo ha sido ciertamente agitada.

Desde que Isabel II, casada con el célebre Francisco de Asís de Borbón, duque de Cádiz, conocido popular y malvadamente como “la Paqui”, confesó a su hijo Alfonso XII que la única sangre Borbón que corría por sus venas era la de su madre, la tónica de líos más o menos discretos ha sido común. Alfonso XIII engendró, que sepamos, un hijo ilegítimo reconocido por la justicia española moderna, “el tío Leandro” entre sus sobrinos.

De don Juan se rumoreaba que era muy juerguista, aunque su figura permanezca todavía en la penumbra en la que le ubicó forzosamente el exilio y el franquismo. De Juan Carlos I no les cuento nada porque ya saben los motivos últimos de su abdicación, pese a su crucial papel en la Transición y el 23F.

Parecía, sin embargo, que el reinado de Felipe VI sería una excepción, no solo por el carácter indudablemente más serio y profesional del actual monarca, sino también porque hasta la fecha su ejercicio de la jefatura del Estado está resultando, a mi juicio, impecable, lo que tiene mérito si atendemos a los precedentes inmediatos de pérdida de prestigio de la institución entre una población no especialmente monárquica.

Y sí, Sánchez acierta al señalar que la familia real no por serlo deja de ser eso, una familia, con sus desavenencias y discusiones y todo lo que es inherente a la condición humana.

Ahora bien, la Zarzuela debería guardarse muy mucho de aventar en público las malas relaciones entre dos miembros tan relevantes de la familia real, como son la reina y su suegra, en terminología británica, la ‘reina madre’, y no porque convenga ocultar las debilidades humanas de doña Letizia, sino porque estos hechos afectan muy negativamente a una institución que en España va a estar permanentemente bajo la lupa de los muchos republicanos –formalmente, al menos toda la izquierda- y también de los genuinamente monárquicos, que han digerido muy mal el matrimonio de Felipe de Borbón con una persona del pueblo llano y peor todo el desgraciado asunto del caso Noos.

Los esfuerzos del rey por evidenciar la idoneidad de la institución monárquica para ejercer la más alta magistratura del Estado, el prestigio ganado en los casi cuatro años de reinado, y el repetido eslogan de la ‘modernización’ de la Corona pueden irse al traste con episodios tan triviales como el desplante marcadamente plebeyo –en mallorquín diríamos mossó- protagonizado por la consorte de Felipe VI bajo el portal mayor de la Catedral de Santa María de Palma.

A los españoles nos resulta indiferente que en el ámbito privado las reinas no se hablen, o que discutan por razón de la educación o modales de la princesa de Asturias o de su hermana, o por causa de las cuñadas, o del fútbol si les viene en gana. Sin ir más lejos y como muestra, entre la ciudadanía apenas se dio importancia a los históricos rumores de relaciones extramaritales del anterior monarca mientras habitaron en el limbo de la discreción.

Letizia Ortiz debe asumir que ya no es la Letizia Ortiz que fue antes de su real enlace y que tampoco puede pretender ejercer de madre cualquiera que vela por proteger la imagen de sus hijos de la sobreexplotación mediática. Su matrimonio con Felipe VI le otorgó incluso hipotéticas funciones constitucionales –artículos 59 y 60 de la Carta Magna- y, en cualquier caso, es vínculo implica que es la madre de la heredera a la Corona, la Princesa de Asturias, quien orgánicamente está muy por encima de ella por razón de su destino. La hija mayor de doña Letizia disfruta por ello de los privilegios de quien algún día está llamada a ser reina de España, pero está también sujeta a las servidumbres públicas propias de su cargo, como su continua exposición a los medios de comunicación y al pueblo en general, aunque tenga solo doce años y aparente ser una niña como las demás, que obviamente lo es en todo aquello que no afecte a su papel oficial.

El incidente del día de Pascua sería una minucia en casa de cualquiera de nosotros, pero las habas en la familia real solo pueden cocerse en la intimidad, porque, si no, lo mismo algún día se queda sin ellas.



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