OPINIÓN

La lengua por montera

Vicente Enguídanos | Viernes 09 de febrero de 2018

La portavoza de Podemos en el Congreso de los Diputados y Diputadas, Irene Montero, ha vuelto a demostrar que la estupidez no es patrimonio de nadie, aunque algunas expresiones parezcan concebidas para que la vinculemos con la política (según la RAE: “Actividad de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos“).

Pocos son los que a estas horas no hayan comentado el dislate de la, según Bibiana Aido, “miembra” de la Mesa de Coordinación del partido que lidera su antigua pareja sentimental. Pero la patada al diccionario de la que fuera durante un par de años Ministra de Igualdad del Gobierno de España, no ha sido una excepción en la antología del disparate, donde ostenta un lugar preeminente la que fuera Primera Dama y diputada gaditana, Carmen Romero, dirigiéndose a los “jóvenes y jóvenas” que la vitoreaban en un acto multitudinario de su partido y que asumió como propio, Lorena Ruiz-Huerta, portavoz de la formación morada en la Asamblea de Madrid.

Lo peor de estas expresiones es que no son pifias involuntarias, a las que todos los que desempeñan actividades públicas nos tienes acostumbrados, sino que forman parte de una nueva cultura de lo políticamente correcto, de la que no somos ajenos los periodistas y periodistos. De hecho, entre los libros de estilo de cada medio, se mezclan manuales de lenguaje no sexista que elaboran grupos de expertos en igualdad de algunas universidades e instituciones, que traicionan nuestra obligación de publicar textos claros, fáciles de leer y de comprender. Los discursos y multitud de artículos redactados están repletos de figuras retóricas, que tratan de evitar la irritación de pieles sensibles, como el recurso al incorrecto e innecesario “vecinos y vecinas”, o el empleo del concepto “vecindario” aunque no signifique lo mismo, además de que el término genérico abraza a ambos sexos, mientras que el femenino es excluyente y reiterativo.

A pesar de que el idioma castellano también está plagado de excepciones a la norma general, los nombres pueden ser masculinos o femeninos, según la terminación, incluso tienen diferentes formas, pero los acabados en ‘-ante’ o ‘–ista’ no cambian nunca. Pero tampoco en algunas profesiones o actividades, especialmente la que terminan en ‘-a’, pues a nadie se le ocurre denominarse atleto o policío. Debemos tener siempre presente que todas las palabras tienen género, pero no tienen sexo. El pez es masculino, aunque sea hembra, y la jirafa es femenino, aunque sea macho.

Que alguien se haya vuelto a poner el lenguaje por montera solo es de agradecer porque hemos aparcado el conflicto catalán durante unas horas, esbozando una sonrisa compasiva a costa del gazapo (que no lebrato). Dos ejemplos de que nuestros representantes han convertido la función pública en un circo, iluminado por las esperpénticas luces de bohemia, que distorsionan la realidad como los espejos del Callejón del Gato. Esa función ilusionista puede atraer algo de público, aunque solo sea una pequeña parte del aforo, pero sus actores no deberían erigirse como “portavoces o portavozas” de una sociedad que no se conforma con gestos baldíos, sino que espera programas eficientes para mejorar su calidad de vida y referentes de los que no avergonzarse.


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