OPINIÓN

Legalidad y legitimidad

Emilio Arteaga | Martes 31 de octubre de 2017

La cuestión de la diferencia entre legalidad y legitimidad es un debate de siglos de antigüedad en filosofía política, del que se han escrito innumerables libros que podrían llenar más de una biblioteca. La legalidad, la ley, es un artificio habitualmente elaborado por una elite social, que solo deviene legítimo si es aceptado por todos, o una gran mayoría, los miembros de la sociedad a los que condiciona. Y esa aceptación debe ser mantenida en el tiempo, ya que puede suceder que nuevas generaciones no acepten lo que sí admitieron sus antecesores.

La ley tampoco es legítima cuando es manifiestamente contraria a sus propios objetivos declarados, que son subvertidos en su aplicación, directamente o mediante legislaciones complementarias.

Un ejemplo paradigmático es el Senado español. Su objetivo declarado en la constitución es el de ser una cámara de segunda lectura, inútil puesto que cualquier modificación que introduzca puede ser revertida por el Congreso, y, más importante y razonable, de representación territorial. Pero esta segunda función, que parecería fundamental en un estado descentralizado que se organiza en comunidades autónomas, queda desvirtuada y deslegitimada por la ley general electoral, que asigna los senadores por provincias, entes que derivan de la organización decimonónica del estado, en lugar de por comunidades autónomas, que son las nuevas corporaciones que conforman su arquitectura actual. Se otorga a cada provincia cuatro senadores, de los que cada ciudadano puede votar hasta tres. En las provincias isleñas, las islas mayores disponen de tres y las menores de uno, con excepción de Formentera y La Graciosa, que no tienen senador propio. Ceuta y Melilla eligen a dos senadores cada una de ellas. Finalmente, los parlamentos autonómicos designan algunos senadores cuyo número, en este caso sí, está en relación con la población de la comunidad, pero que en modo alguno compensan el exceso que supone la elección por circunscripciones provinciales.

Ello provoca un brutal desequilibrio en el número de senadores, concediendo una exagerada sobrerrepresentación a algunas comunidades, sobre todo al conjunto de las Castillas, que no se corresponde con su peso demográfico, sino con el número de provincias que las componen. Así, Castilla y León, con escasos dos millones y medio de habitantes, dispone de ¡treinta y nueve! Senadores y Castilla La Mancha, con apenas dos millones de ciudadanos, veintitrés. Entre las dos, con una población de cuatro millones y medio, ¡¡sesenta y dos!! senadores. Madrid, con casi seis millones y medio, 11 senadores, Cataluña con siete millones y medio, 24 senadores y Valencia, con casi seis millones, 18 senadores.

No hace falta hacer referencia a todas las comunidades, el desequilibrio es evidente y tiene una consecuencia casi indefectible: la casi segura mayoría absoluta del Partido Popular, debido al excesivo número de senadores correspondientes a provincias con población escasa, envejecida y conservadora. Y, en cualquier caso, es seguro que siempre dispondrá de una minoría de bloqueo para cualquier reforma constitucional.

Así pues, la eventual voluntad de las nuevas generaciones de modificar la Constitución, queda secuestrada por un partido político que la puede mantener fosilizada apoyándose en la población minoritaria de unos territorios desmesuradamente representados.

No debería extrañar que un porcentaje creciente de jóvenes, y no tan jóvenes, de los territorios más dinámicos y avanzados del estado español no se sientan concernidos por el sistema constitucional y electoral actual. Y ello quiere decir que para ellos existe un déficit de legitimidad.

Si no se soluciona ese déficit de legitimidad, continuará el alejamiento progresivo, el no reconocimiento, de muchos ciudadanos de la actual legalidad.


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