La necesidad no sabe de leyes. Y Cataluña está siendo atestada de necesidad, con olvido de las leyes. Esa necesidad que ha ido emanando de la vida política desde que Pujol dejó la Generalitat, no es sino el producto de la incompetencia y la mediocridad de unos políticos que han hecho de la independencia su única ambición. Alimentarla, hacerla crecer, contagiarla ha sido su objetivo, mientras la Moncloa aplaudía — Aprobaré lo que surja del Parlament, Zapatero dixit — o dejaba hacer sin inmutarse y — a semejanza de los aranceles de Cánovas del Castillo en 1891, favoreciendo el monopolio de las industrias catalanas —Montoro con su FLA regaba de euros la plaza de Sant Jaume, para aplacar a la corriente de acreedores que llamaba a las puertas del palacio de Puigdemont. Entretanto y desde años atrás, la inmersión ya lingüística, ya separatista, ya anti española campaba sin traba alguna por toda Cataluña.
Sin embargo, la necesidad creada por los independentistas no tiene límites, es insaciable y, constantemente, requiere se auto alimente con todo cuanto entiende puede conducirle a una libidinosa victoria, aunque para ello sea preciso, incluso, abrazar al oso de sus ambiciones personales, olvidando lo peligroso que un oso servicial. Por ello, no solamente usa de niños con pancartas o con la estelada plagio de los triángulos de Cuba o Puerto Rico, sino que la imperiosa necesidad de seguir su marcha hacia su codiciada liberación, le permite olvidar los 54 catalanes muertos por ETA, dando un felpudo a Otegi para honrar a un supuesto héroe de 1714. Necesita Puigdemont de ese vasco, igual que un ahora soberanista mallorquín necesita olvidar que vivió años y más años bajo el manto conservador, alejado de cualquier eructo ideológico surgido del Companys y de su proclamada y brevísima republicana catalana. El camino iniciado no tiene marcha atrás, ni punto muerto. Su final es un muro que, o sirve de meta o es el principio de un caos; la insumisión, la sedición, la desobediencia civil ante la ley, la justicia y el orden constitucional. En otras palabras, sería el triunfo de una CUP que, sin duda, está más próxima a alcanzarlo por la violencia que dentro de la legalidad, siguiendo el consejo del socialista Largo Caballero. Y es que, iniciado el camino, la necesidad es no parar, no retroceder, sin que las urnas sean un fin, sino una jactanciosa excusa. Al fin y a la postre el cambio, la metamorfosis separatista, revolucionaria, está comprobado que no se consigue, simplemente, echando papeletas en las urnas. Los republicanos, de izquierdas o de derechas, proclamaron la Segunda República sin haber ganado las elecciones. Y la historia se puede repetir, puesto que, hoy, ahora, los votos independentistas son inferiores a los no separatistas.
Hayan sido más o menos numerosos que en las otras Diadas los asistentes a la vivida el lunes — con llamativa y vistosa presencia de varios miles de Nous Catalans, hombres, mujeres y niños, con la estelada junto con sus banderas nacionales — el tono ha sido distinto, más provocativo, más intenso. Las aguas subterráneas discurrían más caudalosas, más densas. Los actores no recitaban sus papeles, sino que gritaban sus diatribas, haciéndolas propias. No necesitaban ni de guiones ni de argumentarios prefabricados, los llevaban implantados en su ADN independentista. Han sido demasiados años de inmersión pan catalanista, con la inmutable pasividad de un gobierno que lo está confiando todo en la justicia y que, con toda seguridad, ni ha sido la vía adecuada para frenar el actual estado de necesidad del separatismo, ni ha sido la política apropiada para paralizar a unos hombres y mujeres que no desean, en su intimidad personal, la independencia para el pueblo catalán sino para seguir perviviendo en su status y saltar a la historia de forma espectacular. Si les importase algo más, si el fin fuese realmente la separación de Cataluña, el espectáculo de esta semana — trágica para la democracia — no se habría reflejado en las actas de un Parlament representativo de todo un pueblo ni visionado en las pantallas de las televisiones. Un pueblo que ha visto como una mayoría minoritaria aplastaba a las restantes fuerzas parlamentarias con más votos que ella. Y lo hacía con nocturnidad y alevosía desde la constante cacicada de una Forcadell atrincherada en la infracción constante y reiterada del reglamento. Otro espectáculo más que no está afectando ni a los blandeadores de esteladas, ni a los portadores de floreados felpudos con mochila de excursionista a la espalda, consentidores, aceptadores y corifeos de la implantación de una ansiada nación de “hermanos catalanes” desde la más absoluta de las ilegalidades. A fin de cuentas, no es sino un ejemplo reiterado en la historia de las dictaduras, sean marxistas, sean nacionalsocialistas, sean fascistas, sean bolivarianas. La urna es el medio, la consigna el mensajero y la necesidad de avanzar, de no parar, el método que permite que la bicicleta siga recorriendo un camino que lleva al precipicio de la crispación, del rencor y de la división.
Desde todo lo anterior, el resto de ciudadanos españoles, catalanes o no, seguimos preguntándonos qué hay más allá del 1 de octubre, que plan B se mantiene en el secreto para dar salida a un grave conflicto histórico que nunca debiera haberse alcanzado. Ya que, con urnas o sin urnas, la CUP seguirá existiendo, Arran seguirá ensuciando ciudades, Turull seguirá expeliendo estupideces y Puigdemont, con Junqueras, seguirá reclamando una república catalana con la Ciudad Condal como su capital. Mientras los “hermanos” excursionistas seguirán aplaudiendo con las orejas, ante la sonrisa sarcástica del “héroe” Otegi, cercado por esos más de doscientos catalanes heridos por ETA. Y sobrevolando todo ello, el lapsus, según el cual la reclamada independencia lo es por razones económicas, nada de políticas. Sin duda, un lapsus.