OPINIÓN

Alaridos

Jaume Santacana | Miércoles 12 de julio de 2017

Fui, durante mis años mozos -y no tan mozos-, un voluntarioso practicante del deporte del tenis. Siempre me pareció un juego muy limpio, inteligente y bastante completo, a pesar del desarrollo superior de los músculos del brazo principal, ya fuera el diestro o el zurdo, según la tendencia personal. El hábito de este deporte requiere una buena preparación física y, por encima de todo, destreza, habilidad y pericia. Hay que jugar pensando en uno mismo y, simultáneamente, tener ojo avizor en prever o prevenir las acciones del contrario para saber reaccionar a tiempo e intentar ganarle el máximo número de puntos.

Aunque la mayoría de la población cree que el tenis nació en los países anglosajones, la realidad es otra muy distinta. A los amantes de la etimología -entre los cuales se cuenta un servidor de ustedes- les debo anunciar que la palabra tenis proviene del francés, más concretamente del imperativo del verbo tenir (tener, tomar) que es, nada menos que ¡tenez!, cuyo significado viene a ser la expresión castellana ¡ahí va! o, si lo prefieren en plan más chachi, ¡toma, ya! Para más información, no está de más que sepan que, en principio, el juego se llamó jeu de paume (sí, igualito que el museo de los pintores impresionistas en París), debido a que se jugaba con las manos, con la palma de la mano (paume), antes de que se dieran cuenta de que, con las raquetas, la trayectoria de la bola se aceleraba y, además, dolía menos la mano.

Otra cosa es que, más tarde, el juego -ya convertido en deporte- se extendiera, principalmente, por los terriotorios angloparlantes, especialmente entre sus clases altas.

Uno de los factores que más he admirado de este deporte es, sin lugar a dudas, por su fair play, tanto de los jugadores como de los propios espectadores que asistían al espectáculo en calidad de público. Fair play que se extendía desde la corrección en los movimientos de los tenistas en liza, hasta la elegancia del vestuario que ambos lucían, pasando por el comportamiento gentleman del público asistente.

Pues bien, como todo en esta vida, una parte importante de estas virtudes se ha ido al garete. Citaré, solamente, tres de estos aspectos que se han perdido en la inmensidad del océano virtual. En primer lugar, el tema del vestuario. Así como antes era una delicia para la vista del jugador, de su contrincante y de los espectadores, aquella pulcritud en sus atuendos, blancos, albos y níveos, impolutos, ahora los jugadores visten feos, con unos colorines dignos de un circo de mal gusto, con pañuelos piratas en la chola y bermudas de playa chunga.

Segundamente, la conducta del público ha devenido indecente: se acicalan sin trajes, con ropaje de preso y mostrando, impúdicamente, los hombres, sus vellos pectorales, y las mujeres, unos escotes descontextualizados. ¡Y eso no es lo peor! Los asistentes al partido de turno vociferan en todo momento, “animan” a los protagonistas con voceríos impropios y -lo más gordo- aplauden los fallos del tenista que pierde un punto; lo nunca visto.

Finalmente, los oídos de la concurrencia (la que queda con algo de educación y respeto) se joroban al escuchar, en cada punto jugado, los bestiales alaridos de los jugadores que, a cada palada (raquetada, si quieren), exhalan sin pudor ni verguenza alguna. El mal efecto que producen estos aullidos selváticos en el espíritu del público puro es inenarrable. Puede que a ellos, a los atletas, estos bramidos constantes les den fuerza pero el precio a pagar para la fina sensibilidad de las mentes ilustradas es demasiado alto.

Este triste espectáculo se parece, en demasía, a lo que sucede en una sesión de ópera o en un concierto de la llamada música clásica, cuando una serie de desdichados interrumpe una brillante interpretación con soeces gritos de ¡bravo, bravo!