OPINIÓN

Conejos y virus

Emilio Arteaga | Martes 30 de mayo de 2017
El gobierno australiano acaba de liberar en todo su territorio una cepa del virus de la enfermedad hemorrágica del conejo altamente virulenta, que provoca la muerte de los animales infectados en 48 horas y causa, según se ha comunicado, una mortalidad superior al 90%.


Muchos expertos consideran la medida peligrosa y preocupante para otras zonas del mundo, especialmente para Europa y, muy en particular, para la península Ibérica, donde la población de conejos silvestres ha sido diezmada por la mixomatosis y después por la propia fiebre hemorrágica y jamás se ha recuperado, lo que ha sido catastrófico para algunaas especies de depredadores que estaban especializados casi exclusivamente en su caza, como el lince ibérico y el águila imperial ibérica.

El caso de los conejos es un paradigma de los desastres ecológicos en cadena que puede provocar la estupidez humana. El conejo es una especie propia de la península ibérica y otras áreas de la Europa mediterránea, que está en equilibrio ecológico con su entorno. Las plantas mediterráneas, leñosas y espinosas, resisten sin problemas la voracidad de los conejos y la población de éstos está controlada por múltiples depredadores, linces, zorros, ginetas, gatos ferales, hurones, martas, aves rapaces, etc., de modo que en nuestro ambiente no suelen convertirse en plagas para la agricultura, excepto en zonas donde la presión humana excesiva ha eliminado a los depredadores.

En Australia en cambio, donde los conejos fueron introducidos a mediados del siglo XIX, sin apenas depredadores se convirtieron en una plaga que arrasaba no solo los campos agrícolas, sino también las plantas salvajes autóctonas, poniendo en peligro de extinción a muchas especies indígenas que dependían de ellas para su alimentación. Se reprodujeron hasta sumar miles de millones de individuos y a principios del siglo XX el gobierno australiano tomó una decisión: construir una valla de casi dos mil kilómetros de largo, a fin de impedir el acceso de los conejos a la parte occidental del país. Por supuesto, no funcionó. Su construcción y mantenimiento costó mucho dinero y fue casi más perjudicial para la fauna autóctona, al impedir sus desplazamientos naturales que para los propios conejos.

Antes de la valla, los australianos ya habían cometido otro error. Importaron zorros, pensando que, ya que éstos comían conejos en Europa, también los comerían en Australia. Pero resultó que los zorros, igual que los gatos asilvestrados, descubrieron que era mucho más fácil cazar a los marsupiales y a las aves nativas, lo que suspuso una nueva catástrofe para la fauna autóctona, mientras los conejos siguieron floreciendo.

También intentaron la guerra química, con cebos con estricnina, que redujeron la población de conejos, pero también fueron letales para los animales locales. Así que, finalmente en los años 50 optaron por la guerra biológica e introdujeron el virus de la mixomatosis. En un primer momento tuvieron un éxito enorme, con una mortalidad de cerca del 99 %, pero con el tiempo los conejos fueron desarrollando resistencia al virus y para los años 80 ya volvían a tener algunos cientos de millones de ellos.

Y aquí, en Europa y en España, las consecuencias fueron catastróficas. Un francés decidió liberar el virus en sus tierras para eliminar a los conejos y lo que consiguió fue que se extendiera por todo el continente y aniquilara, igual que en Australia, al 99 %, con las gravísimas consecuencias que ya se han citado para varias especies de depredadores, para las que los conejos constituían la parte fundamental de su dieta.

Como el virus de la mixomatosis ya había perdido mucha efectividad, en los años 90 los australianos empezaron un experimento piloto con el virus de la enfermedad hemorrágica en una isla pequeña de su territorio. Como la naturaleza es imprevisible, los mosquitos hematófagos llevaron el virus hasta el continente australiano, diseminando la infección. En este caso, como se constató que la enfermedad mataba al 90 % de los conejos y no infectaba a otras especies, los resultados del experimento descontrolado se consideraron positivos y así se ha llegado a la decisión actual de liberar masivamente una cepa particularmente virulenta del virus por todo el territorio australiano.

Sin embargo, aunque en principio pueda parecer una solución válida y segura, nada garantiza que vaya a ser así. El riesgo de expansión del virus, aunque pequeño, es innegable. Si llegare a Europa, para nuestros conejos y para sus depredadores sería la puntilla definitiva. Además, nadie puede asegurar que el virus no mute y acabe infectando a otras especies, como los amenazados marsupiales australianos, a los que podría llevar al límite de la extinción, o a la extinción misma.

Y, por otra parte, seguro que los conejos acabarán desarrollando resistencia al virus y, en unas décadas, los australianos volverán a tener varios cientos o algún millar de millones. Cada intento de arreglo del problema, no solo no lo soluciona, como mucho lo alivia temporalmente, sino que además crea nuevos desastres.

Introducir especies foráneas es garantía de alteración de los ecosistemas propios y de posible desastre para alguna de las especies indígenas. Y liberar cepas virulentas de agentes infecciosos, incluso aunque en principio solo infecten a una especie que consituye una plaga, es un ejercicio muy peligroso que puede tener consecuencias imprevistas, indeseadas y catastróficas.

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