OPINIÓN

Sombreros y sombreras

Jaume Santacana | Miércoles 31 de mayo de 2017

Los motivos por los que los hombres y las mujeres deberían cubrirse la cabeza en sus salidas al exterior son múltiples y variados. Pretendo aquí, sólo, comentar los más fundamentales.

De entrada, creo que taparse la cabeza es del todo imprescindible. Es evidente que la razón principal es la que da nombre a la prenda que estamos tratando: provocar sombra sobre la chola de los humanos. En el país en que nos ha tocado vivir, sin elección posible, el grado de actuación de los rayos solares es inconmensurable y casi insultante. No se puede, bajo ningún concepto, dejar la testuz al descubierto ni un solo momento del día, ya sea en invierno ya sea en verano. La cabeza es una parte del cuerpo -normalmente en su emplazamiento superior- muy íntima y, además, suele dar cobijo a los órganos de los sentidos y posee el centro neurálgico más decisivo aunque algunos descerebrados no se enteren de la misa la media. La mollera no debe, de ninguna manera, estar sometida a los efectos de la tórrida acción solar.

Por otro lado, cubrirse la calabaza tiene efectos muy positivos en la lucha contra la frialdad del ambiente en los meses más gélidos; abriga, que ya es mucho. Famosos pensadores han dejado escrito que llevar sombrero ayuda a que las ideas no desaparezcan del cerebro. A las personas de natural sin juicio el hecho de techar su seso no les representa ningún beneficio especial; no hay, y punto pelota.

Por si esto fuera poco, no hay que olvidar que revestir la calabaza es un signo inequívoco de elegancia y respeto hacia el prójimo. La cabeza -como los pies- es una zona que, en muchas ocasiones deja mucho que desear, sobre todo la azotea.

Durante siglos, fue inconcebible que un hombre o una mujer paseara por la calle sin resguardar su molondra. Para visualizar la clásica lucha de clases (antes de que desapareciera gracias al low cost generalizado) los trabajadores, la chusma y el populacho vestían gorras, mientras que los hombres de bien, los pudientes, las personas con posibles, los ricos, se acicalaban con distintas clases de sombreros según lo requería la ocasión. Así, en determinadas circunstancias para los varones era apropiado usar un sombrero hongo, el denominado bombín; en otras, un borsalino o, según como, una chistera para actos de alto regodeo, o un canotier para subirse a cantar a un escenario; para viajar por Mozambique era imprescindible el salacot; y, por descontado, el panamá durante la canícula.

Para la féminas, una buena pamela daba el pego casi siempre y si no que se lo pregunten a Grace Kelly (bueno, ya no es buen momento para preguntárselo...). Las mujeres con boina -en los cincuenta o los sesenta- estaban de muy buen ver; incluso algunas con gorrita desprendían belleza en todo su rostro; y qué decir de los simpáticos clöche (campanas) de El gran Gatsby.

Como en botica, para utilizar esta prenda tan agradable hay que seguir ciertas normas. Les hago un breve resumen: a caras redondas, sombreros no redondeados; semblantes alargados, formas redondeadas; rostros cuadrados, formas redondeadas y alas de tamaño medio; jetas con forma de triángulo invertido, sombreros de copa no muy alta; fachadas ovaladas, todo tipo de sombreros funciona; caras duras, da igual.

Los militares usan gorras; los papas, tiaras; los guardias civiles, tricornios; los chefs, gorros de cocina; las nurses, tocado, y los mineros, cascos con linterna... ¡por algo será! Antes, los rorros se defendían de las caídas y golpes con chichoneras; práctico.

Hoy, ya casi nadie usa sombreros, lo que me parece una indecencia y una pérdida de moral insostenible. Yo, cuando veo a alguien tapado, me quito el sombrero.