OPINIÓN

¡Oh my God!

Jaume Santacana | Miércoles 24 de mayo de 2017

Estoy pasando unos días en Nueva York. Cuando uno pasea por una ciudad distinta a la habitual, una serie de verbos se activan con el objetivo de intentar penetrar, en lo más profundo, en el interior del mundo que se le aparece alrededor: observar, olfatear, escuchar, comparar, comprender, envidiar, curiosear, transigir, tolerar, perdonar y otros varios. Manhattan -el barrio más conocido de la metrópolis americana- es una olla gigantesca de sensaciones en plena ebullición; un auténtico hervidero de vida en su estado más puro. Para los americanos el vocablo libertad es algo más que una simple palabra; se sienten muy orgullosos de su estado genérico de liberación y eso se nota. Por las calles de la “Gran Manzana” se percibe un frenesí constante; hay prisa. Cada personaje que circula bajo los edificios talludos y espigados del centro va a su bola. El respeto por la diversidad es innegable y el clásico “qué diran” parece estar ausente del conjunto. El americano es muy suyo en esto. Los neoyorquinos tienen grabada en sus mentes la palabra best (mejor) y el sufijo -er que proporciona colosalismo a todos sus adjetivos (higher, longer, greater); todo es “lo más”. Su concepto de libertad es tan elevado que genera -se quiera o no- unos contrastes excepcionales. Parece que a más libertad más desigualdad. De ahí que se puedan ver los lujos más excitantes e intrigantes junto a una miseria cierta y constatable. En algunos países de lo que ellos denominan “Vieja Europa” existe, todavía, un cierto rubor por parte de la población con más posibles, a la hora de mostrar y exhibir su opulencia; como que tratan de no provocar a la población más débil y paupérrima. Asimismo, la gente con menos fortuna trata de no aparentar menos recursos que el grueso de la ciudadanía. Se intenta un cierto equilibrio; vieja cultura. En Nueva York -quizás más que en los territorios de índole más rural- los millonarios y los menesterosos conviven sin acudir a la ética más elemental. Dicho de otra manera: no hay vergüenza.

Otro de los factores que suelen sorprender al visitante es lo que hoy se llama contaminación acústica, es decir, el ruido. Los neoyorquinos, y más concretamente los “manhattianos (?¡¿!), chillan más que hablan. Si al volumen empleado le sumamos la pronunciación extremadamente nasal que utilizan (síndrome de Cirano) el resultado no está lejos de la estridencia verbal. Sí, los chinos son vocingleros pero los yanquis también. A este vocerío general se le tiene que añadir el estruendo de las máquinas que transitan sus calzadas: coches, camiones, autobuses y demás en forma de vehículos particulares, bomberos, policía y ambulancias todos ellos con sus correspondientes zumbidos estrepitosos, sirenas retumbantes y, principalmente, sus enervantes cláxones a todo meter. Pero no es solo en la calle donde suena este cafarnaúm sonoro; en los interiores de bares, tiendas y restaurantes la gente acostumbra a vociferar sin barreras. Una excepción: el transporte suburbano, donde reina una cierta calma junto a las miradas de resignación de sus ocupantes.

América tiene unas raíces relativamente tiernas. Su historia es reciente, más aun comparándola con las europeas o asiáticas; se nota y mucho. Es un pueblo joven, novato, inexperto en las lides de la construcción del pensamiento, en el campo del arte y de la cultura y, claro, en sus tradiciones. Para ellos, el neogótico de la catedral de San Patricio es el gótico y punto. Poquísimas referencias a un pasado algo más remoto; ni está ni -a estas alturas- se le espera.

Los habitantes de Nueva York (y de Estados Unidos) son, esos sí, amables con sus congéneres, sean estos de su misma nacionalidad o bárbaros. Poseen una clase de cortesía natural y espontánea, aunque un pelín cursi e ingenua. Sus caras de sorpresa manifiestan una cierta inocencia. Son de carne blanca.

En fin, cuatro simples percepciones que han pasado por mi cerebro


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