Algo debe suceder cuando me veo obligado a acudir al diccionario de la Real Academia Española para recordar qué es aquello del deporte. Menos mal que las definiciones encontradas me resultan familiares y fácilmente reconocibles, pues hacen referencia a “toda actividad física, ejercida como juego o competición, cuya práctica supone entrenamiento y sujeción a normas”, así como a “recreación, pasatiempo, placer, diversión o ejercicio físico, por lo común al aire libre”. En el mismo sentido, la Carta Europea del deporte habla de “toda forma de actividad física que, mediante una participación organizada o no, tiene como objetivo la expresión o la mejora de la condición física y psíquica, el desarrollo de las relaciones sociales o la obtención de resultados en competición de todos los niveles”.
No obstante, y a pesar de este inicial acercamiento a su concepto, resulta por todos conocido que, en la actualidad, debido a su difusión, su seguimiento, sus innegables implicaciones económicas y la creciente importancia de los medios de comunicación, hemos sido testigos de su generalizada profesionalización. Ciertamente, lo que comenzó siendo una manera de pasar el rato, mantener la forma física o una simple diversión, acaba transformándose en un complejo entramado de intereses económicos que involucran a participantes tan diversos como patrocinadores, clubes deportivos, federaciones, comités, empresas intermediarias, representantes, entrenadores y, en última instancia, al propio deportista. Hablamos de una auténtica máquina de hacer dinero. El fútbol, europeo y el americano, el baloncesto, el béisbol o el propio tenis, son un buen botón de muestra de lo que, en la actualidad, entendemos por deporte. Hablamos ya de segmentos concretos de actividad que mueven millones de euros al año, en que lo prioritario es la victoria, con una competitividad llevada al extremo y con algunas sombras que, por desgracia, aparecen dibujadas en forma de prácticas relacionadas con el dopaje o el siempre espinoso asunto de las apuestas deportivas que, por cierto, han movido más de 5.000 millones de euros en 2016 en nuestro país.
Así las cosas, todavía resulta más extraordinario lo vivido el pasado fin de semana en las finales del Open de Australia de tenis. En la final femenina, se daban cita dos hermanas norteamericanas, las Williams. Pues bien, tras un partido jugado de poder a poder, la derrotada Venus no tuvo reparos en proclamar que estaba tremendamente orgullosa de su hermana, a la que consideraba su mundo, su vida, y que le encantaría poder repetir nuevamente esa maravillosa experiencia. Por su parte, Serena, la vencedora, señalaba que su hermana era la razón de que ella estuviera allí, que era su inspiración. Insistían en que según avanzaban en el cuadro, cuando una vencía, sentían que vencían las dos. Precioso. Bien, es cierto que uno puede pensar que, en el caso Venus y Serena, todo queda en casa y que, al fin y al cabo, es una cuestión de familia. Pero es que la cosa no acabó ahí…pues el pasado domingo llegó la final masculina, donde la cuestión adquirió tintes casi épicos.
Roger Federer y Rafa Nadal no se veían las caras en una final de un “Grand Slam” desde Rolland Garros en el año 2011 y, de manera sorprendente aunque más que merecida, en Melbourne se reeditaba un nuevo encuentro entre, para muchos, los dos mejores tenistas de la historia. Llegados a este punto, ni que decir tiene que los dos querían ganar por encima de cualquier otra cosa. Son dos enormes profesionales que han crecido compitiendo y alcanzaron la cima de sus carreras ganándolo absolutamente todo. Juegan por y para ganar. De eso no hay duda. Pero el partido del otro día recuperó la versión más romántica del deporte, su vertiente más sana, la que hay que enseñar a todos los niños que empiezan a jugar de muy pequeñitos y desean descubrir el porqué de las cosas.
Una vez concluido el partido, y aunque nos hubiera gustado un resultado distinto, cuando tuve la oportunidad de escuchar las palabras de estos dos grandes campeones tras más de tres horas y media de titánica batalla física y mental, lo cierto que es llegas a la conclusión de que el deporte existe por y para esto. Personas así sí que dan todo el sentido a tanto arrojo y tanta fuerza de voluntad. Poder ver repetido el partido y escuchar sus declaraciones pone la piel de gallina. En sus palabras aparecían dibujados los auténticos valores del deporte, todo aquello por lo que de verdad merece la pena tanto sacrificio: la felicitación al rival, el reconocimiento de su esfuerzo, valorar lo que ha costado llegar hasta ese mágico momento, el hecho de disfrutar del partido en sí mismo y sentir el cariño y la admiración que se profesan mutuamente. Algo sencillamente maravilloso y un ejemplo para todos y para cualquier faceta de nuestras vidas. Si además resulta que uno de esos dos monstruos del deporte es mallorquín, uno no puede más que sentirse orgulloso, pletórico, porque eso que quiero que sepan mis hijos, esos valores que deben aprender, de los que deben beber cuando compitan, sobre los que deben construir su futuro como deportistas y como personas, los han mostrado al mundo dos auténticos caballeros, uno de ellos vecino de Manacor, compatriota y ejemplo de lucha y superación. Gracias a los dos por esta impagable lección, gracias por demostrar que es posible que hasta en un partido de tenis puedan no existir los derrotados, gracias, en definitiva, por reconciliarnos con el deporte.