Marc González | Viernes 11 de noviembre de 2016
De dónde bebe el populismo, esa es la cuestión que ocupa y ocupará los análisis políticos en las próximas semanas.
Aunque el argumento es tentador, quizás sea exagerado equiparar sin más a Marine Le Pen, Nigel Farage, Alexis Tsipras, Pablo Iglesias o Donald Trump, todos ellos populistas, pero con notorias diferencias ideológicas de base. Lo que ya no resulta tan exagerado es comparar las circunstancias de sus respectivos votantes. Porque si una cosa han puesto de manifiesto las presidenciales norteamericanas es que los prejuicios acerca de un determinado perfil de votante, fundados sobre la base de su origen étnico o social, han demostrado ser erróneos, al menos en buena parte.
Porque, como en cualquier proceso electoral, es solo una porción de los votantes la que decide el sentido del resultado. El resto se limita a actuar como siempre. ¿Por qué, pues, en occidente están triunfando las opciones populistas de todo signo? Se me ocurren algunas claves.
Hace treinta y cinco o cuarenta años, viajar a los Estados Unidos era sumergirnos en un mundo muy distinto al nuestro, incluso para los ciudadanos de los países europeos más avanzados. Los yanquis tenían sus enormes coches, sus cadenas de supermercados, sus establecimientos de comida rápida, sus comercios de ropa, su sacrosanta American way of life. Era una enorme potencia industrial que consumía gran parte de su producción en el mercado interno. Naturalmente, tampoco ellos escapaban a los radiocasetes o cámaras fotográficas japonesas, y ya había una cierta penetración de automóviles nipones o de algunas marcas europeas. Pero la clase media estadounidense lucía orgullosa el made in USA de sus productos que, además, lógicamente, daba trabajo a muchos ciudadanos.
También otras potencias industriales de occidente, como Alemania, Gran Bretaña, Francia o España, producían gran parte de lo que consumían.
La globalización ha contribuido, sin duda, al abaratamiento de muchos bienes de consumo, pero la rebaja del precio de cada uno de ellos ha tenido un enorme coste en términos sociales. Grandes corporaciones industriales han trasladado sus producciones a países en vías de desarrollo, singularmente al continente asiático, donde los salarios y los derechos laborales de los trabajadores eran sustancialmente inferiores a los de los europeos o norteamericanos.
Pero cada fábrica que se cerraba en Ohio, en Manchester, en Milán o en Barcelona comportaba el drama de la transición de sus trabajadores desde la clase media a la innominada legión del desempleo. De treinta en treinta, de cien en cien o de mil en mil, occidente ha desmovilizado a lo mejor y más cualificado de su fuerza productiva industrial. Quizás un trabajador de 2016 pueda comprar hoy, en términos relativos, un televisor, un bote de espárragos o una caja de herramientas por mucho menos dinero de lo que lo hicieron sus padres en los años sesenta o setenta. Pero la diferencia es que la prosperidad de la posguerra mundial había creado una inmensa clase media que guardaba celosamente su mayor tesoro, el trabajo estable y decentemente remunerado. Entonces era igual si había que pagar aquel televisor con un fajo de letras de cambio, pues la confianza en la estabilidad del empleo y en la progresión social era general. Quien adquiría un seiscientos, sabía que en unos años se podría comprar un automóvil mejor.
La globalización, el made in China hasta en la sopa, acabó con todo eso y trajo la precarización masiva del empleo, la reducción del poder adquisitivo de una parte significativa de nuestras sociedades y el pozo del desempleo para muchos trabajadores.
El cóctel estaba servido, pero era difícil alzar la voz, pues las élites que dirigen las grandes corporaciones no han dejado de enriquecerse con el traslado de sus fábricas a Shanghai, Bombay, Yakarta o Bangladesh, y su capacidad de influencia sobre el poder político es indudable, en Madrid, en Washington o en Berlín.
Y de la codicia de unos y de la miopía de otros nació el descontento primero y la rabia incontenible después de aquella antigua clase media, de la que naturalmente emanan hoy sentimientos primarios como el nacionalismo atroz, la xenofobia y hasta el racismo, la salsa totalitaria del populismo.
El fenómeno es general, Trump es solo uno más, y seguramente ha conseguido arrastrar a la porción de la ciudadanía que a la postre le ha otorgado el triunfo porque ha logrado vender a esa masa de norteamericanos, empobrecidos y privados del orgullo del made in USA, algo sin lo cual es imposible que ninguna sociedad mantenga la cohesión social: La esperanza en el progreso, la ilusión de una nueva empresa común.
Que sus recetas sean erróneas o extremas –que ya se verá- no quita ni un ápice de acierto a su diagnóstico.
O los partidos políticos tradicionales comienzan a mirar a los ojos a sus ciudadanos, o el populismo dejará de ser un fenómeno pintoresco para ser una realidad global. Y, si duda, eso sería extremadamente peligroso para la paz mundial.
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