Hace unos años Toni Nadal me dijo que, mientras su sobrino Rafa había ganado títulos importantes a lo largo de su carrera, ninguno de los periodistas deportivos que hablábamos de él había ganado un Pulitzer. Tenía razón. Los más altos galardones que he logrado no pasan de una Antena de Oro y un Micrófono del mismo color, que no metal, de la Asociación Española de Profesionales de Radio y Televisión y un premio Deglané como mejor director de la extinta cadena Antena 3 de Radio. Ninguno de los tres, ni otros de inferior rango, me autorizan a valorar las actuaciones de Rafa Nadal más allá de detalles esenciales y muy obvios al alcance de cualquier aficionado, sin hallar consuelo en el hecho de que la mayoría de mis colegas tampoco saben más que yo.
A estas alturas ya no podré compararme con periodistas como John Carlin, quien si ha escrito la biografía del ídolo, o Michael Robinson, que ayer presentó el acto inaugural de la Academia, por tanto renuncio a entrar en cuestiones de orden técnico e incluso personal para los que no estoy preparado. De otro lado, no percibo demasiada estima en el entorno del tenista en base ya no a los pensamientos de su tio, sino porque parte de la familia siempre me ha mirado de reojo. En concreto Miguel Angel, el futbolista, enemigo de la crítica que generó su etapa de director deportivo del Mallorca y que el que suscribe publicara en su día lo que Mateu Alemany pagó para que regresara al Mallorca tras su paso por el Barça. Este conjunto de circunstancias podría afectar a mi opinión, pero no lo hace en atención a mis limitaciones. No soy de los que, por el hecho de ejercer de informador en la especialidad de deportes, pretenden saber desde fútbol hasta petanca. En definitiva Rafa Nadal no tiene más que la mitad de lo que se ha ganado a pulso y otra media parte de lo que ha merecido. Como todos en la vida. O casi todos. Familia aparte.