Nos queda larga senda por recorrer como auténtico Estado democrático. Mal que nos pese, somos un país joven e inmaduro en muchos sentidos y, aunque nos lo propongamos, no debemos erigirnos en adalides de la igualdad y de la libertad ni creernos dignos herederos de la mejor democracia en la vieja Europa. Nos cuesta reconocerlo, pero todavía somos un país de bandos (y bandas), un país de claroscuros, capaz de lo mejor y de lo peor.
Estos días hemos sido testigos de una serie de hechos y situaciones más que preocupantes donde se ha cuestionado algo tan importante para todos nosotros como nuestra libertad. Efectivamente, para empezar, una niña de ocho años tuvo que ser hospitalizada en Palma porque no pudo ejercer libremente su derecho a jugar a la pelota junto a sus compañeros. Por otro lado, dos guardias civiles y sus respectivas esposas resultaron salvajemente agredidos por cincuenta “personajes” en la localidad navarra de Alsasua, porque resulta que no son libres de poder disfrutar de una noche entre amigos en el bar que deseen. Y, por poner otro ejemplo, ayer mismo, el que fuera Presidente del Gobierno, Felipe González, no pudo impartir una conferencia en la Universidad Autónoma de Madrid después de que cerca de doscientos estudiantes, ¬¬la mayoría “valientemente” enmascarados, protagonizaran un escrache contra el exdirigente socialista, entre gritos de "fascista" y pancartas en apoyo a los presos de ETA. Menudo panorama.
Lo cierto es que resulta verdaderamente triste comprobar cómo, para determinadas personas, el ejercicio de su libertad no entiende de límites, se alarga cuanto sea necesario y a voluntad, porque se creen investidos de la razón absoluta. Piden, reclaman y exigen respeto absoluto para todo lo que dicen, lo que piensan, lo que expresan y lo que hacen pero sin pensar, en absoluto, en las consecuencias de sus actos. Ya lo dijo Nelson Mandela, “ser libre no es sólo deshacerse de las cadenas de uno, sino vivir de una forma que respete y mejore la libertad de los demás”. Sí, es cierto que la libertad individual es uno de los grandes logros de la civilización occidental, y que por ello, debemos defenderla frente a las coacciones que tienden a limitar e impedir su ejercicio. Pero también Stuart Mill, reconocía que, “todo individuo tiene el derecho a actuar de acuerdo a su propia voluntad en tanto que tales acciones no perjudiquen o dañen a otros".
Ahí está el secreto. Ser libre no consiste en hacer siempre y en cada momento lo que nos venga en gana. Ser libre es poder decidir, poder elegir entre las diversas opciones que siempre se nos presentan siendo conscientes que esa elección tiene sus límites: la libertad de los demás. Jean Paul Sartre no pudo decirlo más claro cuando señalaba que “mi libertad se termina donde empieza la de los demás”. Y qué distinto es que acabe ahí o que acabe, como creen algunos iluminados, donde a uno le plazca.
En los casos que hemos citado, muy tristes todos, siendo evidentemente distintos y respondiendo a motivaciones diferentes, podemos encontrar un denominador común: constituyen un atentado contra nuestra libertad, la de todos. Y es que, además, amparados en la “manada”, qué fácil resulta violentar la libertad del otro, qué sencillo es humillar y chulear escudándose en los más peregrinos argumentos que jamás pueden justificar lo injustificable. En este sentido, sinceramente, no creo que sea suficiente que nos digan que fue una simple discusión de patio de colegio en Palma; no me creo que el partido político que durante años aprobó actos terroristas no condene la paliza a agentes de la autoridad en Alsasua con una argumentación esotérica; y no nos vale que un representante político elegido por todos venga a contarnos que lo ocurrido ayer en Madrid es una simple protesta estudiantil.
En cualquier caso, lo que debemos tener muy presente, es que todos somos responsables de lo que está pasando. Todos tenemos nuestra pequeña parte de culpa porque no estamos siendo capaces de gestionar correctamente estos tiempos. Estamos en unos momentos en que se nos ha dado fenomenal reconocer derechos, dar todo lo posible para que cualquiera pueda lograr cuanto se antoje. Y nos olvidamos de los límites, de las reglas del juego que todos debemos cumplir para lograr la auténtica libertad, que no es la de uno, sino la de todos. Hay que seguir trabajando duro por este objetivo y jamás detenerse ni desanimarse. Mientras tanto, me acojo a las sabias palabras de Abraham Lincoln: “los que niegan la libertad a otros no la merecen para ellos mismos”.