Emilio Arteaga | Martes 24 de mayo de 2016
La crisis de los refugiados ha hecho salir a la superficie un fenómeno que ya venía produciéndose de una manera larvada desde hace años, que es el surgimiento y el auge creciente de movimientos políticos y sociales de carácter conservador, o ultraconservador, nacionalista, incluso xenófobo y euroescéptico, o directamente contrario a la Unión Europea.
Estos movimientos están surgiendo con fuerza por toda Europa, excepto quizás, de momento, en la península ibérica, pero su peso relativo y, por tanto, su capacidad de incidencia en la política de cada país es diferente.
En Francia el Front National de Marine LePen sigue mejorando sus resultados electorales, pero nunca ha conseguido llegar al poder, ni del gobierno central ni de ningún gobierno regional. En Alemania el ascenso electoral de Alternativa por Alemania parece ligado al problema actual de la crisis de los refugiados y a una voluntad de castigar a la cancillera Merkel por parte de su electorado más conservador.
También han surgido y están incrementando su presencia en los países escandinavos, en Holanda y en Austria, pero su capacidad de influencia es, de momento escasa, si bien el caso de Austria, donde podría ganar la elección presidencial un representante del partido llamado “Liberal”, que es en realidad de extrema derecha, es preocupante, aunque también es cierto que la presidencia austríaca es meramente protocolaria.
El caso del Reino Unido es diferente. El euroescepticismo forma parte de la misma esencia, del ethos, de muchos británicos y ha estado presente en el debate político y social desde el momento en que se iniciaron las negociaciones para su entrada en la entonces Comunidad Económica Europea. El referéndum para el “Brexit” ha sido un grave error de cálculo de David Cameron, que no ha sabido calibrar sus propias fuerzas ni las graves consecuencias que desataría la salida, mucho peores para el propio Reino Unido que para la UE.
Pero donde son especialmente activos y emergentes es en los países del antiguo bloque comunista, de lo que en tiempos de la guerra fría se denominaba la Europa Oriental. En Hungría o Polonia están en el poder, en Chequia el anterior presidente es un reconocido euroescéptico y el actual ha calificado el islam como la “anti-civilización” y tienen presencia importante en Estonia, Letonia, Lituania Eslovaquia y Bulgaria.
Casi todos estos países se formaron como estados-nación independientes tras la desmembración del Imperio Austrohúngaro, del Imperio Otomano y del Imperio Ruso. El proceso supuso la reubicación forzosa de millones de personas, redefinición de fronteras, creación de minorías asentadas fuera de su estado-nación y la exaltación patriótico-nacionalista de cada comunidad.
Tras la Segunda Guerra Mundial se produjeron nuevos movimientos masivos de población, incluyendo episodios locales de auténticos genocidios y nuevas redefiniciones de fronteras y todos ellos cayeron bajo la influencia soviética y las repúblicas bálticas fueron directamente incorporadas a la Unión Soviética.
Tras la caída del comunismo y la disolución de la Unión Soviética todos estos países, preocupados por el peligro del expansionismo ruso y, en muchos casos, recelosos unos de otros, se obsesionaron en conseguir seguridad y protección, para lo que solicitaron masivamente el ingreso en la OTAN y en la UE. Lo que les interesaba de verdad era la entrada en la alianza militar, que suponía amparo y defensa contra el imperialismo ruso, la adhesión a la UE era un añadido, interesante en tanto que suponía la recepción de los fondos europeos estructurales, de cohesión y de desarrollo regional.
Pero el nacionalismo excluyente está profundamente arraigado en sus sociedades y la idea europea de proyecto común y cesión progresiva de soberanía a las instituciones europeas no acaba de ser aceptada por una gran parte de la población. Con la drástica reducción de los fondos europeos provocada por la crisis económica se ha reforzado el sentimiento euroescéptico, avivado por algunas elites políticas y económicas. Y el problema de los refugiados no ha hecho sino catalizar aun más ese sentimiento, sobre todo entre las poblaciones de zonas rurales y ciudades pequeñas y medianas, muy conservadoras y profundamente religiosas cristianas, que viven como una amenaza a su identidad tanto el elevado número de demandantes de asilo, como el hecho de que sean en su gran mayoría musulmanes.
Contemplándola en perspectiva, la ampliación de la UE a los países del este fue, muy posiblemente, un error, tanto por la rapidez con la que se hizo, como por la gran cantidad de nuevos miembros que entraron de golpe. La unión no ha podido aún digerir aquella ampliación y una buena parte de los problemas actuales provienen de ella.
Si finalmente el Reino Unido abandona la UE, es muy posible que se produzca un efecto dominó y algunos de los países del este y de los escandinavos, incluso Holanda, podrían considerar salir ellos también. No sería bueno para la concepción europea, pero no necesariamente catastrófico para la UE. Podría suponer la oportunidad de repensar la unión alrededor de un núcleo duro formado por Alemania, Francia, Italia y España y dar oportunidad a los que marchen de que maduren, si quieren, la idea de una Europa común en la que los europeos, en lugar de mirarnos unos a otros por encima del hombro con desconfianza, nos consideremos conciudadanos unidos en la diversidad.