Alejandro Vidal | Jueves 24 de marzo de 2016
Estuve en el 0-5 al Real Madrid en el Santiago Bernabéu. Si. El Mallorca había jugado por la mañana, creo que en Vallecas –aunque no estoy seguro- y conseguimos unas invitaciones para la grada alta de uno de los fondos. Cruyff sólo marcó un gol, eso lo recuerdo. El resto Sotil, Asensi y puede que Juan Carlos. Tampoco le hacía falta. Todo el equipo giraba a su alrededor.
Unos años después viajó con el Barça para jugar el Trofeo Ciudad de Palma, en pleno mes de agosto. Santiago Coll, a la sazón presidente de la Gran Penya Blaugrana, me prometió una entrevista con el ídolo. Subí al hotel Son Vida y, en efecto, me recibió. Aquel día había escrito que los culés disputarían el torneo con sus suplentes, lo cual así sucedió, pero cuando supo que era yo quien habia adelantado aquella noticia, me dijo que no quería hablar conmigo y regresé a la redacción con el rabo entre las piernas.
Ya retirado, volví a coincidir con él en un acto de presentación de la escuela de gestores de instalaciones deportivas que lleva su nombre. Fue mucho más cordial y, en su conferencia, defendió que los directivos de los clubs deberían haber sido antes jugadores profesionales. Beckenbauer o Hoeness, incluso Rummenigge seguiría ese ejemplo escasamente enraizado, aunque fuera una gran verdad que, sin embargo, no explicaría su buena relación con Joan Laporta, a quien tanto apoyó para su asalto a la presidencia culé.
El holandés fue uno de los más grandes de todos los tiempos, sin duda. Tal vez el equivalente en el fútbol a los Beatles en el mundo de la música. Cambió muchas cosas y conceptos arcaicos. Pero como todo genio tuvo sus contradicciones. Ni él mismo quiso ocupar el sillón de un dirigente según su propia recomendación. Y en el terreno de juego, la saga se extinguió.