OPINIÓN

Hace 35 años

Vicente Enguídanos | Viernes 19 de febrero de 2016

Apenas pasaban unos minutos de las cuatro de la tarde, cuando dos policías nacionales irrumpieron en un aula de la vieja Facultad de Medicina y Cirugía. Nadie dudó de que la amenaza de bomba que nos obligaba a posponer el examen era solo un ardid de quien no había preparado el parcial de Microbiología, pero la reiteración no eximía de riesgo en una España que enterraba un fallecido por atentado terrorista cada sesenta horas: ETA, incluyendo confluencias y comandos autónomos, el Batallón vasco-español y el Grapo habían segado la vida de más de 120 personas durante el año 1980. Ni siquiera había cumplido su cuarto aniversario la rehabilitación del Partido Comunista, presente cada viernes en las manifestaciones, que cumplían puntualmente con su cita en la concurrida plaza de San Agustín, para reivindicar cualquier utopía y ejercitarse ante los grises que les perseguían. Había quedado a las siete para compartir un refresco, antes de acudir a mi turno de radio vespertino, así que tuve tiempo suficiente para irme a la sala de disección, donde estudiaba en silencio cuando la biblioteca estaba saturada. Reconozco que me concentré tanto que debí recurrir a un taxi para no llegar tarde a mi cita y al indicarle al conductor la dirección a donde iba, me preguntó si sabía qué había pasado en Madrid, porque en la radio le había parecido oír disparos en el Congreso de los Diputados. Reparé en ese momento que estaba prevista la sesión de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo, en plena agonía de la UCD, pero que ni había escuchado algo ni tenía idea de lo que me contaba.

El mismo camarero que nos atendió en la Gran Vía me sacó de dudas, al advertirnos que no podíamos tardar mucho en irnos, pues el Capitán de la III Región militar había decretado el toque de queda y a las ocho el pub debía estar cerrado. Dudé si correr a casa para triturar mi carné como Secretario del Frente de Lucha Universitario del PSP, que guardaba por romanticismo más de dos años después de que lo absorbiera el PSOE, pero opté por renunciar a mi compañía y partir hacia Radio Valencia, donde me podrían informar mejor, antes de comenzar a poner discos como cada día. La policía militar me franqueó la puerta, mientras sonaba tan solo mi taquicardia y la música clásica con la que José Luis Palmer intercalaba la lectura repetida del bando que había dictado un golpista Milans del Bosch, luciendo tres estrellas de cuatro puntas.

La lenta vuelta a casa en la medianoche, con el asfalto de la calle levantado por los carros de combate y la artillería apostada en los edificios nobles del centro, que parecían más sombríos que nunca, me permitió reparar en la penumbra de una ciudad aterrorizada. Por las rendijas de las ventanas apenas pasaba el temor de que pudiera reeditarse un conflicto que seguía vivo en la memoria de la gente y una dictadura que aún podía cumplir con la amenaza que Vizcaíno Casas convirtió en ‘best seller’.

Sólo aquella investidura tardía, que concluyó en la presidencia más corta de nuestra transición, me pareció precedida de un periodo más largo y tenso que el que podría concluir el mes próximo en las Cortes, apenas unos días después de que rememoremos aquel 23F de 1981. No puedo negar que albergo grandes dudas de que los actuales dirigentes logren el consenso necesario para evitar unas nuevas elecciones, en una demostración frustrante de que sólo han pasado 35 años desde que resucitara nuestra democracia. Baste con recordar que la semana entrante también batiremos el record de tiempo transcurrido entre las elecciones y la investidura, que ostenta José María Aznar desde 1996, al precisar 66 días para alcanzar el respaldo de Coalición Canaria, CiU y PNV. Mi memoria mantiene viva la experiencia de aquella tarde en la que se puso en peligro la restauración de la libertad y la convivencia en paz de una sociedad civilizada. Un recuerdo, casi prehistórico, que decayó en intensidad en un desaparecido restaurante de Mahón, cuando pude brindarle mi admiración a Manuel Gutierrez Mellado, por compartir con Adolfo Suárez el símbolo de la firmeza constitucional frente a cualquier tipo de absolutismo. Un riesgo de involución que no ha desaparecido, porque algunos dirigentes políticos quizá no saben valorar o no vivieron lo que pudimos perder aquellos días de febrero.


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