Si alguien tuviera que rellenar la ficha de Joaquín Caparrós tendría claro los adjetivos que debería utilizar. Pocos entrenadores tienen un sello identificativo tan marcado, un modelo de trabajo tan conocido. Tal vez por eso nadie adivina a entender a quién representaba el Mallorca que salió apedreado por el Real Madrid. Un equipo irreconocible por su falta de intensidad, por su carácter débil, por levantar la bandera blanca desde que Higuaín anotó el primero.
Con una alineación errática en forma y contenido, trufada de futbolistas fuera de foco, el Mallorca extendió la alfombra roja al paso del Madrid, que tuvo una noche plácida sólo agitada por los cánticos a Cristiano Ronaldo. El equipo balear se ha deshilachado con las lesiones y ni siquiera la llegada de tipos como Gio o Fontàs han podido coser una realidad solapada por un extraordinario inicio.
Otra cosa muy distinta es que hasta hace poco a Barça y Madrid le temblaban las piernas cuando tenían que visitar campos como los de Vallecas o Son Moix. Ahora, con la desaparición de la clase media, eso ha cambiado.
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