No soy, ni he sido nunca, partidario del tuteo. Lo siento; me sabe mal, pero es la pura realidad. Es lo que hay, como se dice ahora.
Tengo la impresión que esta fórmula de apelación personal es – siempre que no sea debidamente autorizada por el receptor- una intromisión a la más sagrada intimidad. Cuando se tutea se desgarra. Es un acto de agresividad hacia otra persona y su práctica elimina, de cuajo, cualquier atisbo de respeto. Tutear me parece elevar –de manera precisa y contundente –el nivel de la mala educación y la grosería. Así, tal cual.
Con el anterior parágrafo creo haber dejado suficientemente claro que, efectivamente, no estoy en pro del tuteo. En efecto, no soporto que, de la noche a la mañana, se me aparezca un individuo –mientras me tomo mi gin-tónic en el Moderno- y así, de sopetón, me pregunte: “¿Oye, tienes hora?” Simplemente escandaloso. En estos casos, mi venganza suele ser mesuradamente correcta y, depende del día, utilizo una de las dos opciones que ya tengo, previamente, en cartera. Opción 1: muestro mi muñeca derecha (el reloj lo llevo en la izquierda) para dar a entender que no llevo reloj. Este caso concreto exige, claro, manga larga, ya sea camisa, pullover, o la siempre elegante americana. Breve paréntesis: ir por la calle con manga corta me parece, además de una tremenda frivolidad, una exhibición colosal de mal gusto. Opción 2: engaño, miento; es decir doy una
hora falsa. No tan exagerada que sea poco creíble…despisto entre veinte y veinticinco minutos el horario real; lo justo para joder. Es mi manera de quejarme y de dar su merecido a un personaje, para mi completamente desconocido (y que lo seguirá siendo hasta unas semanas después del famoso Juicio Final) que ha osado interpelarme de esta guisa tan informal y desagradable. ¡Qué aprenda!
El uso y costumbre de esta práctica salvaje y primitiva, exenta de matizaciones y refinamientos, ha ido, desagradablemente, en aumento en los últimos tiempos. Los iniciadores de esta gamberrada, desde el punto de vista de las grandes colectividades –o sea, de las masas- fueron los anunciantes, los publicistas; este tipo de gente que crea, impulsa, e impone unas determinadas modas (ahora le llaman tendencias) con el único objetivo de vender. Vender lo que sea: un producto, un viaje, un apartamento…una ilusión.
Antes, otrora, el vendedor –con mucho tacto- se esmeraba en mostrar las virtudes de lo “vendible”, siempre con educación, con cortesía, utilizando la sonrisa como gran método y la disculpa como comprensión. Una cierta timidez y, por descontado, un enorme respeto y admiración dedicado al posible comprador.
En el transcurso de los tiempos y, una vez aceptado socialmente el uso impune del chándal, la publicidad ha dado un vuelco en las técnicas de márquetin, y ha adoptado lo grosero como signo de referencia. Así, ya no queda prácticamente nadie que trate al “cliente” con un mínimo sentido de la deferencia. Al contrario: se trata de atrapar compradores –consumistas, en definitiva- a base de griteríos y otros planteamientos soeces. Parece que el cliente “agredido” y, a veces hasta insultado, tiene una tendencia más sólida a efectuar la compra.
Para estos menesteres, el tuteo ha resultado angelical, no hay duda. De ahí que no sea nada difícil, ver, leer, escuchar slogans tales como: “pero bueno, ¿tu eres gilipollas? ¿Todavía no has comprado la tele del futuro, la SGH de 231 pulgadas? ¿Vas a ser el más idiota de tus vecinos y te vas a perder el crucero por el pantano de Boadilla? Puede resultar exagerado, pero a todas las personas mínimamente sensatas les sonará esta manera de plantear las ventas.
La guinda del pastel la ha inventado una compañía aérea, de esas que vienen en llamar de low cost, o lo que sería más o menos, de bajo coste. Vueling, para más señas. En esta santa empresa, se han dictado una serie de normas encaminadas –según me indican- a crear entre la tripulación y los pasajeros, un clima de buenas relaciones, es decir, de buen rollo.
Desde mi humilde punto de vista, lo que, realmente, han conseguido crear es un clima de terror. Así, tal como suena. Todavía me resuenan los oídos cuando por los altavoces de la cabina, los pasajeros, incrédulos, impávidos, no dando crédito a la espeluznante realidad, escuchábamos a la sobrecargo, de nombre Elisa, la
pobre, mascullando frases como: “dentro de breves momentos, aterrizarás en el aeropuerto de Málaga; ponte cómodo, levantas tu mesilla plegable, inclinas tu asiento en posición vertical y apagas todos los aparatos electrónicos. Te deseamos que hayas tenido un feliz vuelo y esperamos verte, de nuevo a bordo.” Pero bueno, ¿pero esto qué es?
Después de enfilar el pasillo de salida y en el momento justo antes de descender del aparato, ante la presencia física de la azafata lectora de tan brillante texto, me atreví, yo también, no faltaría mas, a ofrecerle mis mejores deseos de felicidad. Le espeté, con una cierta contundencia y gestualidad: “Oye, tía, un vuelo de puta madre, tronca. Joder, tu, ni turbulencias ni leches. Lástima que la compañía no te ofrezca una chachi y así, fortalecer la intimidad, ¿vale cariño? ¡Ciao nena!”
¡Socorro!