Jueves 25 de noviembre de 2010
He leído con sorpresa que un decreto de la Generalitat de Catalunya obliga a que los hoteles que aspiren a tener cuatro estrellas dispensen pan con tomate en los desayunos. La noticia ha sido publicada a toda página en cierta prensa madrileña, enfocándola, cómo no, contra el catalanismo. A mí, en cambio, me parece que esta decisión no tiene importancia en cuanto a que obligue a utilizar productos catalanes, sino en la medida en...
He leído con sorpresa que un decreto de la Generalitat de Catalunya obliga a que los hoteles que aspiren a tener cuatro estrellas dispensen pan con tomate en los desayunos. La noticia ha sido publicada a toda página en cierta prensa madrileña, enfocándola, cómo no, contra el catalanismo. A mí, en cambio, me parece que esta decisión no tiene importancia en cuanto a que obligue a utilizar productos catalanes, sino en la medida en que establece el tipo de desayuno a servir. Veamos: la estrategia de marca de las cadenas hoteleras les obliga, como a otros establecimientos del sector servicios, a buscar una imagen propia que el cliente identifique fácilmente. Una opción relativamente frecuente es que los hoteles pretendan ser “del lugar”, de forma que cuando uno va a un hotel de la cadena x, en la ciudad que sea, puede esperarse que le ofrezcan productos locales. Pero, hay cadenas con otras estrategias, como la de ofrecer productos estándar, iguales en toda su red, para lograr que sus clientes internacionales, los que más viajan, no estén cambiando de dieta en cada ciudad. O, también, podemos encontrar la estrategia de ofrecerle al viajero la gastronomía del país de origen del turista, ignorando las peculiaridades de cada lugar, un estilo muy frecuente en las cadenas de origen anglosajón. Así, podríamos tener un hotel de Barcelona que se especializara en británicos y que ofrezca el típico desayuno de ese país, con el mejor revuelto de huevos, la panceta, las 'baked beans', etcétera; o que se especializara en japoneses, ofreciendo cualquiera que sea el desayuno tradicional de ese país, que seguro que nos resultará raro. Yo puedo tener y tengo dificultades para entender que un inglés venga a España a desayunar como en su país, pero ese no debería ser mi problema. De hecho, en las zonas turísticas nuestros visitantes van a la suya y comen aquello a lo que están acostumbrados en sus casas. Todo esto será ilegal en Cataluña. O mejor dicho, el hotel tendrá que tener su pan con tomate, además de lo que quiera ofrecer. Tal vez pongan el pan con tomate debajo de un cartel que diga “Por orden gubernativa les ofrecemos este desayuno”. Un inspector, supongo que con barretina, aparecerá de incógnito y cuando la camarera le pregunte el número de habitación le descerrajará la multa millonaria si no encuentra su preciado desayuno. Nuestros gobiernos, enloquecidos con regularlo todo ¿entregarán en el aeropuerto a cada visitante un manual en el que se indique que si usted entra en Cataluña tiene que desayunar lo que nos place a nosotros? “¡Usted no se imagina qué bien sienta el pan con tomate. Ande, déjese de panceta y de huevos!”, diremos a los viajeros. Y cuando una cadena hotelera abra un hotel en nuestro país le diremos qué estrategia comercial deberá aplicar. Porque nosotros pensamos que tiene que ser la de ofrecer este tipo de desayunos. La escena del director general encargado de hacer el borrador de decreto, reunido con su equipo, analizando qué obligaciones pueden ponerle a los hoteles para darle las cuatro estrellas, debió ser totalmente ridícula: “¿Ponemos que también deben servir aceite de oliva?” “¿Añadimos las ensaimades de les Illes?” “¿Tú pondrías algo sobre la sal?” “¿Y el botifarró debe tener denominación de origen?”. Sorprende que no hubiera nadie que preguntara cómo es que los turistas más pobres (de menos de cuatro estrellas) no tienen derecho a estos manjares. Los gobiernos no tienen que dedicarse a regular con sus normas el tamaño de la casetas de los perros, los grados que tiene que tener el agua caliente de la ducha o las medidas de los escaparates de las pastelerías. Los gobiernos deberían limitarse a marcar las reglas de juego en la que la iniciativa privada pueda funcionar, evolucionar y competir, pero quitándose de en medio. Yo comprendo que al director general le guste el pan con tomate. Y le alabo el gusto, pero en un hotel de cien euros la noche deberían ser capaces de decidir ellos solitos qué sirven a sus clientes. Y si no, que cierren.
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