Jaume Santacana | Martes 09 de diciembre de 2014
Tengo a mi amigo Roberto infiltrado en el Palacio de la Moncloa. No es político aunque trata, muy de cerca, con muchos altos cargos profesionales de la política. Su trabajo consiste en la coordinación de las distintas tareas domésticas que se realizan a diario en el palacio. A través de su quehacer habitual mantiene una estrecha relación con cocineros, camareros, ayudas de cámara, mayordomos, ujieres, secretarios, guardias de la escolta personal, chóferes, mecánicos, sastres, etc.
El otro día almorcé con mi amigo en un restaurante de Madrid, La Bola, donde se guisa el mejor cocido de la capital. Durante la conversación, Roberto me relató su preocupación por un fenómeno que estaba ocurriendo en la Moncloa desde la llegada de su actual inquilino, el señor Don Mariano Rajoy. Según su parecer, la preocupación no es solamente personal sino más bien colectiva, es decir, de todos aquellos que realizan labores de asistencia al Presidente del Gobierno de España. Se trata de que ninguna de esas personas han oído nunca un “sí” de labios de Don Mariano, quien en todos los casos, no acepta sugerencias de sus asistentes, ni planteamientos alternativos a sus gustos, ni nada que cambie –ni que sea moderadamente- su status quo o bien su particular modus vivendi. En términos generales, cuando se le hace partícipe de alguna idea que pueda representar un ligero cambio sobre sus posiciones (sea en gastronomía, vestuario, parque móvil y otros condicionamientos domésticos), sus respuestas suelen ser de dos tipos: un silencio atroz seguido de un largo período de tiempo sin posibilidad de reanudar el planteamiento (al señor Rajoy le gusta controlar los tiempos y cree firmemente que el tiempo lo arregla todo); o, en su caso, la segunda opción pasa por un no rotundo y contumaz. No; así de simple.
A mi amigo, el palaciego, se le ha ocurrido una brillante idea para terminar con esta cerrazón de silencios y negaciones y, de este modo, intentar que, por lo menos en una sola ocasión, se le escuche de su excelentísima boca, un “sí”. Me cuenta su “operación sí” (así la denomina mi compañero de mesa): la cosa consiste en minar su relación con su santa esposa a base de falsos rumores de adulterio, fotografías trucadas, anónimos y un trabajo de orfebrería diabólica que podría desarrollar a la perfección el “pequeño Nicolás”, por ejemplo. Una vez destrozado su matrimonio –hoy en día esta operación no requiere un tiempo extraordinario gracias a la cosa mediática-, el Presidente o su esposa, da igual, pediría el divorcio; tampoco es largo este trámite. A los dos días de concedida esta acción legal y con la libertad casoria en sus manos, se introduciría finamente una espectacular ama de llaves (una exMiss de los noventa, por ejemplo) con la única intención de que ésta desarrollara sus artes amatorias para cazar a Don Mariano y dejarle en posición de petición flagrante de matrimonio.
Y ahí viene la solución: en mitad de la ceremonia nupcial, cuando aquello tan peliculero del “Mariano, ¿quieres a Herminia (es la candidata propuesta) como…?”, al presidente no le quedaría otra opción que responder: “Sí, quiero ”.
En la Moncloa se quedarían satisfechos; quedaría patente que Mariano Rajoy sabe decir que sí.
No es mala idea.
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