OPINIÓN

La temeridad de ser valiente

Matías Barón | Martes 14 de octubre de 2014
Stephen Ambrose, autor de la obra que inspiró la serie “Hermanos de Sangre”, relataba en su monumental ensayo sobre el desembarco aliado en Normandía “El Día D” que el Alto Mando estadounidense consideró adecuado formar el ejército de desembarco, en su mayor parte, con tropas que jamás hubieran entrado en combate. El argumento no podía ser más demoledor: mejor que los soldados no sepan lo que un obús alemán de 88mm puede hacerle a un cuerpo humano. Ocultaron la verdad a miles de jóvenes destinados a ser valientes y jugarse la vida en las playas.

Si ustedes consideran que el paralelismo es exagerado, estaré de acuerdo. Y si consideran que es hasta de mal gusto, no les llevaré la contraria. Pero la situación que está viviendo Teresa Romero me recuerda a ese pasaje del libro de Ambrose.

Alguien, sin duda sentado cómodamente en el sillón de su despacho debidamente climatizado, decidió que había que trasladar a Madrid a los heroicos misioneros contagiados por el virus del ébola.

Lo decidió sabiendo que eso implicaba saltarse algunos elementales principios, como el de prudencia, y a riesgo de poner a prueba un sistema sanitario español maltrecho por los recortes y por suerte no habituado a lidiar con enfermedades de este tipo. Lo decidió sabiendo que los profesionales sanitarios españoles deberían atender a los contagiados y, sobre todo, lo decidió sabiendo que él, o ella, no iba a correr riesgo alguno con los pies puestos en su ministerial o presidencial moqueta.

Con los enfermos ya en España, alguien tenía que estar en primera línea suministrando cuidado y atención a los enfermos. Alguien tenía que exponerse. Y fueron Teresa Romero y sus compañeros del Hospital Carlos III los que, cumpliendo con su deber y su vocación, se la jugaron. Alguien tenía que hacerlo y ellos lo hicieron.

Lo hicieron sin la formación adecuada, sin los medios adecuados, con protocolos de actuación cuestionables y, al final, pasó lo que nadie quería que pasara. Teresa Romero se contagió de esta terrible enfermedad.

Si me permiten el análisis simplista, la deducción es clara. Alguien decide jugársela por una cuestión de imagen pública y asume sin despeinarse el riesgo que otros deberán correr por dicha decisión, cuando menos cuestionable y cuestionada.

El súmmum de la miseria política la ha protagonizado el increíble consejero de salud de la Comunidad de Madrid, a quien no le ha temblado el pulso a la hora de tratar por todos los medios de echarle la culpa del contagio a la propia Teresa Romero. Espero que cuando mañana se publique este artículo, alguien nos dé la buena noticia de que este infausto personaje ha sido cesado.

Lo cierto es que la valentía de Teresa Romero y sus compañeros a la hora de cumplir con su trabajo sería digna de encomio, halago y condecoración en cualquier rincón del planeta, excepto, al parecer, en este rincón nuestro tan cercano.

Teresa no solo se ha contagiado del ébola (les recuerdo que muere el 50% de los infectados, por si alguien cree que es poca cosa), sino que además algunos indeseables le han echado a ella la culpa de su propio contagio.

Por si fuera poco, a su hermano lo han despedido del trabajo en el mismo momento que se supo que era su hermano, por si acaso se hubiera contagiado él también, lo que sería raro porque llevaban tiempo sin verse. Pero no dejemos que la razón apacigüe nuestra histeria.

A la madre de Teresa la han estado incordiando todos los días, y lo que te rondaré, esperando, imagino, que la pobre rompa a llorar desesperada ante las cámaras. El hecho de que esta señora tenga 80 años y que ya tenga bastante drama con tener a una hija enferma parece no bastar al basural mediático en el que chapoteamos.

Por supuesto, le han matado al perro, le han tapiado y clorado la casa y han conseguido que buena parte de los vecinos que hasta hoy convivían con ella conspiren en voz baja para que, si sobrevive, se mude bien lejos de ellos.

Teresa vive aislada de todos sus seres queridos unas horas decisivas en su vida, que esperemos sea larga, pero que podría no serlo. Y mientras tanto, en lugar de honrarla como se merece, estamos llenando de podredumbre todo lo que hasta hoy formaba simplemente su anónima vida al servicio de los demás.

Cuando le dijeron a Teresa a lo que se enfrentaría al ponerse el traje de protección, le hablaron del ébola, pero no le explicaron que el virus más dañino del planeta somos los seres humanos. Si se lo hubieran explicado, a lo mejor le hubiera dicho al consejero engominado de salud de la Comunidad de Madrid que si quería, que el riesgo lo asumiera él, tan listo y chulapo como es.

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