OPINIÓN

Moncloa no es Downing Street

Josep de Luis | Viernes 12 de septiembre de 2014
Catalogar de forma exhaustiva las diferencias entre la postura de Londres ante Escocia y la de Madrid frente a Catalunya se antoja una ímproba labor tan alejada de mi paciencia como de la razonable extensión de este artículo.  No obstante, vale la pena prestar atención a algunos aspectos que revelan tácticas diametralmente opuestas.

Los escoceses podrán decidir, el próximo día 18, optar por seguir dentro de la estructura política del Reino Unido o, por el contrario, si creen más conveniente para sus intereses y/o sentimientos iniciar un proceso de independencia para convertirse en un nuevo estado soberano. El proceso escocés parte de una iniciativa del gobierno de Escocia en enero de 2012, presidido por Alex Salmond, ante la que Downing Street reaccionó con el fair play propio de las democracias avanzadas y, en octubre de 2012, David Cameron rubricó el acuerdo para la celebración del referéndum.  Una de las condiciones del pacto fue la convocatoria a urnas antes de final de 2014, a fin de no alargar un período de incertidumbre política.  Cuando Londres detectó, por medio de las encuestas, un incremento de intención de voto favorable al "sí" a la independencia, el líder del Partido Laboralista, Ed Miliband, lanzó la iniciativa de hacer ondear la bandera escocesa en los ayuntamientos del Reino Unido como gesto de estima hacia Escocia. La propuesta fue rápidamente aceptada por el primer ministro y, desde día 9 de setiembre, el número 10 de Downing Street luce coronado por la cruz de San Andrés sobre fondo azul.

Cuando uno repasa las relaciones Madrid-Barcelona respecto a lo que desde la Generalitat se ha definido como "el procés" no consigue, ni por asomo, encontrar un atisbo de similitud ante la respuesta estatal.  La rapidez exigida por Londres en su día contrasta con la táctica de ignorar la cuestión aplicada por Madrid, concretamente por el campeón del mundo de mirar hacia otro lado: Mariano Rajoy.  Los gestos brindados desde el estado, así como por los medios afines, no han sido precisamente pactistas, amables ni generosos.  Lejos de ello, parece haberse alentado el anticatalanismo y exhibido más la razón de la fuerza que la fuerza de la razón.  En los últimos tiempos son innumerables las iniciativas recentralizadoras del Estado y en materia cultural se está viviendo una razia castellanizadora uniformista como hacía años que no se veía. Es aquel concepto del ministro Wert de "españolizar".  Seguramente ya sea tarde para este tipo de reflexiones  pero, si el estado se configura por la riqueza de su pluralidad que, además, debe ser "objeto de especial respeto y protección" (art. 3.3 CE), ¿No se debería considerar tan española la cultura catalana como la gallega, la vasca o la castellana?  Según parece, se ve que no.  En la España oficial sólo existe una cultura válida, protegible e, incluso, que debe ser impuesta por encima de las demás, la castellana.  El estado ha querido, desde que los Borbones emigraron de Francia exportando su concepción centralista y centralizada del poder, uniformar el todo con el envoltorio de una parte.  Cualquier muestra de diversidad, tanto política como cultural, ha sido tratada con desprecio. Este, y no otro, es el germen del independentismo. El odio azuzado desde las estructuras del estado será visto por la Historia como el catalizador que llevó a la desintegración de España.

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