OPINIÓN

El aforamiento

Marc González | Miércoles 25 de junio de 2014
Todo lo que rodea al proceso de abdicación de Juan Carlos I despide un aroma de pasmosa improvisación, de tal calibre, que no deja de sorprenderme que la chapuza nacional pueda alcanzar determinadas instituciones.

Si el rey, su entorno y el gobierno querían dar sensación de normalidad, desde luego, no lo han conseguido. En una sucesión ordenada, es decir, anunciada con tiempo para adecuar sin precipitación el marco legal, lo lógico sería que se hubiera producido un anuncio con meses de antelación, por ejemplo, para que se produjera a fines del presente año, y el parlamento hubiera debatido serenamente las futuras medidas que creyera conveniente.

Pero parece que se actúa a rebufo del clima social y político y esto es catastrófico para un régimen que se funda en la tradición y los usos como es una monarquía.

En cualquier caso, creo que ya nadie puede tragarse lo de que la sucesión ha sido una decisión largamente meditada. Y si es así, entonces mucho peor.

Lo de aforar al rey abdicado por la vía de urgencia y extendiendo retroactivamente incluso sus efectos en cuanto a posibles acciones civiles es un tremendo error que no hace sino trasladar a la opinión pública la sensación de que Juan Carlos de Borbón pueda tener mucho que ocultar. Aludir a la posibilidad de que los juzgados se conviertan en un circo, en virtud de demandas y querellas poco o nada fundamentadas, supone todo un juicio de valor sobre la calidad de nuestra justicia. Dicho en román paladino, el gobierno no se fía de los jueces, eso es todo.

Pero no debemos olvidar que, en nuestro sistema jurídico, existe un delito que se intitula “denuncia o querella falsa”, que persigue duramente a aquellos que alegremente atribuyen a un tercero comportamientos delictivos y les acusan ante los tribunales. Por otra parte, si una querella es simplemente absurda –sea o no falsa- jueces y fiscales tienen armas sobradas para obtener, cuando menos, su archivo. Y, en el orden civil, además de las tasas judiciales previas, existe la espada de Damocles de una condena en costas por temeridad, que supone un evidente riesgo para quien eventualmente quisiera demandar al rey por el solo hecho de haberlo sido.

Por tanto, tratar de blindar al exmonarca con una protección extraordinaria, que entorpece la tutela judicial efectiva del resto de los españoles, no hace más que seguir deteriorando la imagen de una institución que, anacrónica o no, hasta hace unos pocos años se regía por un patrón de dignidad y buena imagen que hoy nos parece ya muy lejano.

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