Jaume Santacana | Martes 10 de junio de 2014
Este es un artículo de viejos para viejos y lo escribo con poco rigor (ya se sabe, el rigor mortis…). Soy de la guerra de Corea. En Gran Bretaña, Jorge VI. Ya está todo dicho.
El cuerpo de policía dedicado a las labores de vigilancia y control de los pueblos y ciudades se denomina, hoy en día, policía municipal. Hace unas cuantas décadas, su nombre era guardia urbana; mucho más elegante y esclarecedor. Los guardias urbanos –bautizados coloquialmente como “urbanos”- eran seres civilizados que cumplían a rajatabla la propia definición de urbanidad, consistente en lucir un comportamiento acorde con los buenos modales, demostrando siempre buena educación y respeto hacia los demás.
Los miembros de este colectivo destinados a la regulación del tráfico eran, en la mayor parte de los casos, personas bonachonas al servicio de la comunidad. La administración local les colocaba siempre en el mismo cruce, lo que hacía que surgiera una magnífica relación con los vecinos más próximos. Al mío, a mi urbano (ubicado en las antaño deliciosas Ramblas de Barcelona; antes de que se apoderaran del bello paseo las turbas bárbaras, o sea extranjeras) le apodábamos cariñosamente “gordito relleno” entre la gente del barrio. Era un hombre simpático, comprensivo, tolerante y, por encima de otras consideraciones, gran servidor. Sucedía esto cuando los administradores públicos “servían” a los administrados; que sí, que sí, que eso ocurría…! En el vecindario se le quería como al que más; era considerado como un pariente, un amigo de la ciudad y de su gente.
Eran tiempos de menos tráfico, de acuerdo; pero la inteligencia humana brillaba con más intensidad que un simple semáforo y la obsesión recaudatoria aún no existía. Al urbano se le deseaba, se le respetaba. Ver a un servidor del ayuntamiento alegraba los espíritus de sus conciudadanos.
En la actualidad –y desde mi modesta opinión- a la policía municipal se le teme. Conozco a mucha gente que, cuando ve de cerca una patrulla local, sea en motocicleta o en vehículo de cuatro ruedas, le entra el pánico y el terror se apodera de sus nervios. “¿Qué he hecho mal?” es la primera pregunta que a uno le viene a la mente. En muchos de ellos, de los guardias, se les intuye un ligero tufillo chulesco (supongo que de ver películas de Los Ángeles) y su trato deja bastante que desear; hay cierta prepotencia y poca humildad, la humildad de los auténticos servidores pagados por la contribución, en este caso, municipal.
Cierto que, siendo justos, debemos destacar la ingente labor positiva que –en caso de accidentes- les hace más angelicales, más personas, más necesarios.
Sin ánimo de convocar a la nostalgia, me gustaría que se volvieran a contemplar algunas de las virtudes que humanizaban a estos servidores: menos afán de cobrar, menos prepotencia y más tolerancia y comprensión; en definitiva, más servicio al ciudadano y una dosis mayor de urbanidad.