Matías Barón | Lunes 17 de marzo de 2014
A todos se nos puede exigir un cierto valor, un cierto coraje ante la adversidad. La cobardía exacerbada, el huir corriendo ante la más mínima contrariedad, puede ser comprensible analizando cada caso concreto, pero no parece ser el estándar de comportamiento por el que debamos regirnos como sociedad.
Sin embargo, ese cierto arrojo razonable ante las circunstancias de la vida no implica superar la línea que separa el valor medio de la heroicidad. A nadie se le puede exigir que sea un héroe, porque la heroicidad es un supradeber y, como tal, no es exigible frente a nadie.
Es precisamente esa no exigibilidad lo que hace que la heroicidad sea tan apreciada, tan admirada y tan necesaria. Porque vivimos tiempos en los que lo ordinario, lo común, lo exigible…, no nos llega para nada.
Tenemos, o al menos tengo, una idea distorsionada de lo que debe ser un héroe. El mundo del cómic y el del cine nos transportan a un estereotipo de héroe con poderes sobrenaturales (ya sea por picaduras de araña radiactivas o por venir de un planeta extinto) que no solo captan la admiración de todo el mundo con sus vistosos disfraces sino que acaparan portadas de los periódicos en los que, curiosamente, trabajan. El fin de su anonimato y su reconocimiento universal es, siempre, una de las subtramas argumentales.
Sin embargo, los héroes de verdad, los que no se dibujan, los que son de carne y hueso, tan frágiles como usted y yo, son héroes anónimos.
Pensaba en esto el otro día cuando, con un temporal con olas de hasta 10 metros, el patrón de un pesquero se jugó su barco y su vida para salir a rescatar a unos marineros que estaban a punto de naufragar en el Cantábrico. Sabía que era el único que podía hacerlo, y lo hizo. Se jugó todo lo que tenía sin ninguna obligación más que su propia conciencia. Nadie más que los que allí estuvieron sabe quién es.
Un hombre que circulaba por la calle se encontró de repente con una chica que pedía auxilio. Ella y su madre estaban siendo víctimas de un asalto en el interior de su propio vehículo, del que la chica había podido escaparse. Este hombre se enfrentó con los dos agresores, armados con cuchillos y consiguió en buena medida su detención por la policía. Las mujeres agredidas eran la familia del famoso periodista Paco González. Del héroe que ayudó a salvarlas poco o nada se sabe, y lo que se sabe se olvidará en breve.
En uno de los asentamientos marginales más duros de España, La Cañada Real, un grupo de voluntarios atiende las necesidades de los centenares de drogodependientes que se consumen sin poder dejar lo que les mata. Ni usted ni yo nos bajaríamos del coche. Ellos les dan de comer, les dan consuelo y, como vi por televisión, más de una vez les salvan la vida, o lo que quede de ella. No sé sus nombres.
Estos casos han sido conocidos gracias a los medios de comunicación. Pero estoy seguro de que cada día centenares, miles de personas anónimas, hacen por los demás cosas que exceden la mera obligación moral.
Miles de personas que se juegan la vida por sus semejantes, sin esperar a cambio ni fama, ni premios ni reconocimientos en olor de multitudes. La satisfacción, pensarán ellos, es hacer lo que uno cree que tiene que hacer. Cueste lo que cueste.
Voluntarios de Protección Civil, de la Cruz Roja, voluntarios en comedores sociales, en poblados…, héroes anónimos de cada día o de un solo día, pero héroes al fin y al cabo. Héroes anónimos y cotidianos, sin traje espacial, sin capa ni mallas. Héroes que no paran las balas con los dientes ni vencen a la muerte. Héroes que se lo juegan todo, para los que no hay gomas de borrar ni tomas falsas.
En una sociedad sin referentes, en un país con todas las instituciones puestas en cuestión, en un mundo con ídolos tan patéticos, lamentables y espantosos como los que cada día aparecen en programas de televisión, necesitamos saber que, a nuestro alrededor, existen personas que consiguen que contra todo pronóstico sigamos creyendo en la especie humana.
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