OPINIÓN

La vida de nosotros

Matías Barón | Lunes 28 de octubre de 2013
Uno de los debates más controvertidos en el mundo del Derecho es el establecer los límites a los derechos fundamentales de las personas, en tanto en cuanto ninguno de ellos es ilimitado. La libertad individual, que aparece como esencia de la democracia y como clave de bóveda de cualquier Estado de Derecho, tampoco es ilimitada, en tanto en cuanto el Estado puede privar de dicha libertad a un individuo por causas tasadas y mediante un procedimiento legalmente establecido, condenándolo a pasar una temporada en prisión, o en arresto domiciliario, o con limitaciones en su libertad de movimientos. Del párrafo anterior hay dos aspectos que no podemos pasar por alto. El primero es que es el Estado el que tiene el monopolio de la violencia legítima, y es el único que puede establecer límites a los derechos fundamentales y, en este caso, al derecho fundamental a la libertad individual. El segundo es que incluso el Estado, teniendo ese monopolio, solo puede limitar la libertad individual en base a lo previsto en Leyes Orgánicas (cuya aprobación exige mayoría absoluta) y de acuerdo a un procedimiento predeterminado que debe ser escrupulosamente seguido, y que sitúa a los Jueces como garantes de que se respeta el fondo y la forma en cualquier actuación contra la libertad de un ciudadano. En España, por poner un ejemplo, si la Fiscalía detecta algún hecho delictivo y solicita autorización judicial para un pinchazo telefónico, el Juez de Instrucción, motivadamente, puede autorizar dicha intervención. Eso es una actividad investigadora legítima en tanto cuenta con el respaldo de la acción de un Juez, que deberá motivar su decisión. Sin embargo, cuando los poderes públicos pinchan el teléfono de un ciudadano sin mediar autorización judicial, en ese momento los poderes públicos ya no están investigando. Están espiando y están dinamitando el Estado de Derecho. El espionaje es algo tan antiguo como la guerra. Buena parte de las estrategias ofensivas de todas las épocas han basado su éxito en los servicios de inteligencia. Un espionaje que se ha extendido, además, no solo a un enemigo exterior más o menos identificable, sino también a hipotéticos quintacolumnistas. Sin embargo, vivimos tiempos confusos. Ante un enemigo indefinido e indefinible, la paranoia de la seguridad se extiende e incendia décadas, siglos, de convicciones humanistas sobre los derechos y las libertades. La seguridad lo justifica todo. La seguridad del Estado está por encima de cualquier otro valor. Lo triste es que este argumento, tan utilizado hoy en día en muchos países, era el mismo que utilizaban la Gestapo, el NKVD o la Stasi. Frente al método artesanal de los espías de antaño, la vulneración de los derechos fundamentales de los ciudadanos puede conseguirse ahora sin riesgo alguno para el espía, como en una cadena de montaje en la que apenas hay diferencias entre espiar a mil o a mil millones de personas. Todo depende de la capacidad del servidor. El espía de hoy es un burócrata, que se sienta a su mesa en Langley (Virginia) y analiza miles de conversaciones intrascendentes de ciudadanos inocentes del resto del planeta mientras se toma un café y un dunkin donuts. Y mientras lo hace, inmola los principios fundacionales de su propio país y del país del espiado a la mayor gloria de la seguridad nacional. En el debate entre libertad y seguridad subyace algo más que una preferencia individual. Subyace la opción entre democracia real o totalitarismo maquillado. No cabe duda de que optar por la libertad implica asumir riesgos, mientras que optar por la seguridad solo tiene el riesgo de la humillación y el de asumir y aceptar el no ser libre. Pero los riesgos de la libertad forman, o debieran formar parte, de cualquier sistema político que confíe en el ser humano, en sus virtudes y en sus defectos. Me remito a lo que mi admirado desde la absoluta discrepancia ideológica Fernando Savater escribió en su obra Ética para Amador. La libertad es la esencia misma del ser humano. Millones de personas en el mundo han sido espiadas por los diferentes servicios secretos de Estados Unidos, ya sea la CIA, la ASN, el FBI o hasta Horatio del CSI de Miami. Todos han espiado al por mayor a medio mundo porque pueden hacerlo y porque quieren hacerlo. Nuestros derechos individuales les importan tan poco como la miga del dunkin donut que adorna, sobre una mesa de Langley, la transcripción de la última conversación telefónica que tuvo usted con su mujer. A nadie parece importarle mucho más el asunto. Hay algo de revuelo, sí, especialmente cuando se ha sabido que a Dª. Angela también la han espiado. Pero nadie parece muy dispuesto a plantar cara contra la infamia. Quizás porque en Europa, quien más quien menos, espía lo que puede, con su sistema SITEL o similar. Tal y como se ha dicho públicamente, los servicios secretos de todo el mundo, con la ignorancia deliberada de sus gobiernos o con su conocimiento vergonzante, se dedican a espiar a la gente. No sé si a usted o a mí, pero desde luego sí a millones de personas como usted y como yo. Nos espían sistemáticamente, sin sospechas previas, como un Gran Hermano orwelliano de gigantescas dimensiones en el que el plato fuerte es la trituración de cualquier convención de derechos humanos, constitución nacional, declaración de San Francisco o papel en el que se recoja que somos libres y que el Estado no puede vulnerar nuestros derechos sin control judicial y sin una causa justa y justificada. Si La vida de los otros se circunscribía a la Stasi de la RDA, y nos parecía la narración de una historia pasada y casi artesanal, esta vida de nosotros no es sino un reality show en el que se destripan nuestras vergüenzas de forma global, en el que todos somos sospechosos de algo aunque aún no se sepa de qué y en el que se demuestra que la libertad individual no es más que una bonita idea que ningún poder establecido permitirá convertirse en realidad. No me resigno a ser espiado. No me resigno a que me pinchen el teléfono, o se entrometan en mis correos electrónicos, o analicen mis conversaciones a la búsqueda de alguna vinculación con alguna célula terrorista somalí. No me resigno a que mi gobierno haga de Don Tancredo, una vez más, ante la desvergüenza de los millones de ciudadanos espiados. No me resigno a que mi gobierno pueda espiarme o pueda consentir que alguien me espíe. No me resigno a que alguien limite mi libertad como y cuando le dé la gana por el simple motivo de que es por nuestra seguridad. Si cualquiera puede limitar nuestra libertad, sin necesidad de leyes, de procedimientos ni de garantías, resultará que ya no estamos en un sistema democrático. Y es la democracia la que sustenta la legitimidad de un gobierno. Harían bien esos gobiernos que balbucean excusas amparados en su legitimidad democrática en salvaguardar la única protección que les queda contra la ira de la ciudadanía, y esa protección es que aun hay gente que cree que somos nosotros los que los elegimos. El día que sepamos que no es así, ¿qué nos impedirá despreciarlos?

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